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El niño perdido (escenas de verano)

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04 ago 2018 / 22:16 h - Actualizado: 04 ago 2018 / 22:17 h.

El caos no existe, lo que no sabemos es cómo se ordena. De entre el bosque de sombrillas verdes, rojas, naranjas, ocres, azules y cualquier otro color imaginable y que se cuentan por decenas, cientos y hasta por miles, surgió de improviso un ejército de bañistas que avanzaba cubriendo completamente la línea que lleva hasta el mar. De repente las ovaladas sombras parecían haber encontrado la mágica clave que las ordenaba. Cada dos pasos justos, los soldados casi desnudos retorcían sus cuerpos para sortear las varillas de los parasoles, las toallas extendidas y las butacas de aluminio. Pese a lo frondoso y agreste del terreno no había nada que pudiera detenerlos. Eso explicaría que fuesen los más pequeños de la improvisada milicia los que ocupasen las primeras posiciones. Sus menudos cuerpos son perfectos para mantener una línea recta entre tanto pincho clavado en la arena. Pero por sus caras se veía que desconocían su destino, así que no corrían tanto como para perder de vista a los adultos que dirigían la maniobra. Por la orilla alguien más joven driblaba los obstáculos humanos a velocidad considerable. Otros dos lo seguían a escasos metros intentando imitar su trazada. Por la forma en que lo hacían no hubo dudas de que se trataba de una avanzadilla con alguna misión especial.

Pese lo rápido del avance, el rumor de la desgracia siempre corre más. Un niño se ha perdido. Las cabezas de los veraneantes comienzan a mirar en todas direcciones como buscando a alguien, como queriendo con ese gesto casi inútil servir de alguna ayuda. Otros, los más solícitos, salen al encuentro de la tropa que sigue avanzando. Preguntan, y la respuesta que obtienen vuela como el viento. ¡Se llama Enrique! Tal vez el padre o tal vez un joven abuelo grita sin parar el nombre del niño extraviado, ¡Enrique, Enrique! Pocos pasos detrás, la que debe ser la madre, alza desconsolada la cabeza, arropada a su vez por otros hijos que no dejan de llorar.

La preocupada marabunta pasa en un instante. ¡Cerveza fresca, tinto de verano, camarones! es el grito que nos devuelve al ordenado caos. Salvo que ocurra lo que nadie quiere ni espera, el bullicio anunciará que el niño ha aparecido. Pero a diferencia de en otras ocasiones el desenlace es rápido. De un espontáneo tumulto pocos metros más allá procede la anhelada noticia. ¡Lo han encontrado! Un amago de aplauso que no llega a cuajar, estalla. No tarda en pasar por la orilla la madre con el niño cogido en brazos, mientras que el padre, hablando con otros familiares, sostiene el barco pirata con el que Enrique vivió su fugaz aventura.

Se ha perdido un niño, viste bañador celeste y responde al nombre de Enrique, anuncian por megafonía. Y tal vez no sea verdad. Un corsario nunca se pierde. A lo mejor los perdidos somos nosotros.