El niño que viajaba en las nubes

El Teatro de la Ópera del Estado (Staatsoper) abrió sus puertas en 1869, el año que nació el gran cantaor jerezano Chacón. No sin polémica, a pesar de que se estrenó con una ópera de Mozart, ‘Don Giovanni’

Image
Manuel Bohórquez @BohorquezCas
29 dic 2017 / 20:57 h - Actualizado: 30 dic 2017 / 09:27 h.
"Desvariando"
  • El niño que viajaba en las nubes

Cuando era niño y vivía en Palomares del Río, en Cuatro Vientos, la palabra viajar no estaba en nuestro vocabulario. Bueno, sí, al autobús del pueblo, uno de aquellos rojos que sonaban como el motor de un tractor, le llamábamos La Viajera. En casa no hubo nunca ni una mísera bicicleta, ni siquiera una de aquellas destartaladas de las que había que frenar con el zapato o, en caso de emergencia, contra alguna pared o barranco. Así que mis sueños favoritos eran los de viaje. Cuando despertaba y veía la cruda realidad me tumbaba en un cerro, miraba las nubes y soñaba despierto que me iba del pueblo montado en alguna de ellas para descubrir el resto del mundo que había visto tantas veces en la televisión en blanco y negro. Las nubes fueron, pues, mi primer medio de viajar. Esperaba que bajaran a la altura de las copas de los olivos a coger agua de las lagunas y cuando alguna se descuidaba me subía en ella y me escapaba viendo cómo corrían los perros para despedirme y volaban los pájaros a nuestra altura hasta sacarnos del pueblo.

Cumplo sesenta años el próximo día 11 de enero y jamás había viajado al extranjero por el mero placer de viajar, salvo el clásico viaje de novios, que fue un regalo. La idea de conocer Viena, una de las mejores ciudades del mundo, capital de la muy antigua Austria, estaba en mi mente desde hacía muchos años y pude hacer realidad el sueño el pasado día 22 de este mismo mes. Quería hacer dos cosas, sobre todo buscar lo que quedaba de Mozart y ver y oír una de sus obras en el Teatro de la Ópera. Ese mismo día pude disfrutar de La flauta mágica, y confieso que tuve que pedir que me pellizcaran para estar seguro de que estaba despierto.

El Teatro de la Ópera del Estado (Staatsoper) abrió sus puertas en 1869, el año que nació el gran cantaor jerezano Chacón. No sin polémica, a pesar de que se estrenó con una ópera de Mozart, Don Giovanni. Uno de los arquitectos, August Sicard von Sicardsburg, acabó muriendo de un infarto debido a las críticas, entre otras la del propio emperador Francisco José. Y el otro arquitecto, Eduard van der Nüll, acabó colgándose. La caja hundida, así llamaron los vieneses de manera despectiva al teatro más importante de la ciudad. Me encontraba en él y pensaba que si a esta maravilla le habían puesto pegas, ¿qué no habrían dicho de otras cosas de Viena? Pocos días antes de concluir la Segunda Guerra Mundial, el teatro fue destruido por las bombas y tuvo que ser reconstruido en su totalidad, reabriéndose en 1955 con una obra de Beethoven, Fidelio. Entre los directores más célebres de este teatro se encuentran Gustav Mahler, Richard Strauss y Herbert von Karajan, con lo que se pueden hacer una idea del nivel. Y de mi emoción subiendo aquellas escaleras y viendo unos salones que no había visto ni en sueños.

La aventura del viaje fue localizar la llamada Tumba de Mozart, que no es tal tumba, solo un monumento fúnebre en el cementerio de San Marcos, que se abre nada más que entre noviembre y marzo de cada año para que sea visitado. Allí, en un lugar destacado, se encuentra la falsa tumba, con un angelito apoyado en una columna partida que me recordó a la que adorna la sepultura del torero sevillano El Espartero. Mozart murió el 5 de diciembre de 1791, en la pobreza, y fue enterrado en una fosa común. Al poco tiempo, el sepulturero del cementerio colocó una placa en una tumba vacía, porque de sus restos nunca más se supo. A pesar de ello miles de personas visitan cada año la tumba de San Marcos, donde siempre hay flores frescas y lágrimas secas en la fina piedra.

Mozart, que nació en la ciudad austriaca de Salzburgo en 1756, tuvo varios domicilios en Viena, donde murió. Entre los años 1784 y 1787 vivió en un apartamento de la calle Domgasse, cerca de la Catedral de San Esteban, que hoy es su casa museo. Es un edificio de cuatro plantas, empezando el recorrido en la tercera, en la que se expone todo lo relacionado con el músico en Viena. Él vivió en la primera planta, donde apenas hay nada de su vida, solo un traje y algunas partituras, con muebles que no pertenecieron a la familia, luego es un lugar frío, casi inventado y recreado para situar al artista en su época. Apenas notas su presencia, a pesar de que vivió en la casa dos años y que compuso en ella, entre otras obras, Las bodas de Fígaro, estrenada en Viena el 1 de mayo de 1786, bajo la dirección del propio compositor que tenía entonces unos treinta años.

Podría decir que Viena es mucho más que la música, por sus grandes compositores, y eso es lo que me llevó a hacer el viaje. Para los amantes de la música clásica, la capital austriaca es como Jerez de la Frontera para los aficionados al flamenco. Vas andando por cualquiera de sus céntricas calles y te vas encontrando monumentos a Mozart, Johann Strauss o Beethoven, como te puedes encontrar en Jerez con Chacón, La Paquera o Terremoto, y en Sevilla con la Niña de los Peines y Caracol. En Viena son monumentos faraónicos, suntuosos, como todo en esa bella e inmensa ciudad. En Jerez y Sevilla, más austeros.

Sería imposible contar con detalle todo lo visto y disfrutado en Viena: el Palacio Imperial, sus bellas iglesias, como la Catedral o la de San Pedro, sus impresionantes cafés, como el Central, los museos, la Biblioteca Nacional, el Ayuntamiento y los célebres mercadillos navideños, donde los visitantes toman vino caliente para combatir el frío. Pero el viaje ha sido también para escapar de la rutina diaria, el politiqueo en España y poder disfrutar de unas personas amables y educadas, los vieneses, que te facilitan todo. Aquel niño de Cuatro Vientos que viajaba en las nubes porque no tenía bicicleta, pero sí capacidad para soñar, se fue a soñar a Viena, aunque despierto. Disfrutó de la ópera, de la música clásica, del ponche caliente de los mercadillos navideños, de la cerveza y la gastronomía de la tierra y de la música callada de las iglesias. Viajó enamorado y regresó dándole gracias a la vida por haberse convertido en una persona más sensible y culta. Y en un hombre más enamorado de lo que se fue, que ya era difícil. ~