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El número de las estrellas

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20 dic 2016 / 08:16 h - Actualizado: 20 dic 2016 / 08:19 h.
"Excelencia Literaria"
  • El número de las estrellas

Por Patricia Rus, ganadora de la XI edición www.escelencialiteraria.com

Todas las noches se preguntaba cuántas estrellas habría en el firmamento. Perdía la cuenta siempre que, mirando a través de su pequeña ventana, intentaba establecer un número concreto.

Sus ojos las recorrían todas, deteniéndose unos segundos sobre las más cercanas. A la vez pensaba en lo pequeñas que parecían, apenas un suspiro en el inmenso vacío. Estaba seguro de que en realidad eran enormes, capaces de enviar su luz hasta el otro lado del universo.

Era la distancia lo que más le molestaba; desde donde él las miraba parecían luciérnagas inquietas y parpadeantes, atrapadas en la red del cielo. Miles de preguntas aparecían en su cabeza durante las noches en las que le costaba conciliar el sueño: «¿Tan grande es el universo? ¿Tan pequeño es mi planeta? ¿Tan diminuto soy yo?... ».

Durante muchos años, su capacidad de imaginar, propia de un niño, convirtió el cielo de la noche en papel negro, perfecto para crear dibujos uniendo estrellas. Se sentía tranquilo y feliz cuando daba vida a un nuevo personaje. Solo entonces cerraba los ojos para entrar en un profundo sueño velado por miles de ojos atentos.

Las preguntas sin respuesta pierden importancia conforme pasa el tiempo. Por eso, cuando creció dejó de buscar la respuesta que había ansiado conocer durante tantos años. Sabía que jamás encontraría el número de las estrellas. Sabía que había cosas más importantes que hacer que completar un sueño infantil.

Ocurrió que, muy a su pesar, un buen amigo suyo falleció. Desde entonces no paraba de recordar todo aquello que aprendió de él durante su larga amistad. Echaría de menos su sonrisa cálida y sus ojos inteligentes.

La noche del óbito no pudo dormir. Tanto su mente como el viento estaban inquietos y no había silencio. Le dolía la ausencia de su amigo, quien había vivido con plenitud ejemplar. La lluvia golpeaba los cristales a intervalos, produciendo algo parecido a una melodía inconstante que no le ayudaba a tranquilizarse.

De madrugada la lluvia cesó y, sin importarle el frío, salió a la calle y comenzó a andar mirando sus pies descalzos y mojados. Se detuvo frente a un charco, donde vio el cielo reflejado a la altura de sus pies. Subió la cabeza para mirarlo por primera vez en muchos años. Entonces recordó aquellas noches en las que hacía lo mismo desde su habitación, tratando de enumerar las estrellas. Y observándolas se dio cuenta de que había una nueva, blanca y brillante. Supo en ese momento que su amigo se había ganado un puesto en el Paraíso; supo también que aunque jamás llegara a conocer el número de luceros, había aprendido a cómo llegar a brillar como uno de ellos.