El número trece

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22 may 2017 / 18:50 h - Actualizado: 22 may 2017 / 19:00 h.
"Excelencia Literaria"
  • El número trece

Por María Reyes del Junco, ganadora de la VIII Edición de Excelencia Literaria

Tenía que ir al número trece de la Avenida de los Decimoterceros y el pánico empezaba a asaltarle. Porque uno más tres cuatro y tres menos uno dos y dos más dos cuatro y todo es demasiada coincidencia. Era sencillo; ir, llamar, entregar el paquete y marcharse por donde había venido. Miró la hora. Las diez y cuarenta y dos. No estaba mal; uno más cero uno y cuatro y dos seis, y seis y uno siete. El siete era un buen número. Se sintió más tranquilo.

La Avenida de los Decimoterceros se extendía ante sus ojos con su frenesí habitual. Una brisa ligera le traía el olor de los bares, esa mezcla de pan tostado y café que tanto le agradaba. Intentó relajarse, respirando hondo y cerrando los ojos ante los coches humeantes que pasaban, intentando no contar los talones frenéticos de los viandantes, que parecían querer romper la acera con sus prisas.

Empezó a caminar con el pie derecho, asiendo fuertemente el paquete contra su vientre. Era sencillo. Tenía que ser sencillo. Entregar el paquete y marcharse. Pero era la Avenida de los Decimoterceros, el número trece de la Avenida de los Decimoterceros. Un súbito amago de vómito le subió por la garganta. Iba por la acera izquierda. Disimulando la angustia como pudo, bajó el escalón con el pie derecho y corrió para cruzar al otro lado. Un coche que venía disparado hacia él, pegó un chirriante frenazo. El claxon tronó con la ira de su conductor, que bajó la ventanilla y le dijo que era un gilipollas suicida, mientras él se disculpaba apretando con fuerza el paquete contra su pecho y miraba el número de su matrícula. Tres cinco uno cuatro. Y tres más cinco ocho y ocho más uno nueve y nueve más cuatro... Trece. El coche y el furioso conductor se perdieron en el tumulto urbano de la avenida. Un sudor frío empezó a empapar su camisa.

Se suponía que tenía que ser sencillo, pero tenía miedo. Se sentó un momento en la acera, con la esperanza de que el mareo se esfumara. Sintió que le tocaban un hombro y, como si tuviera un resorte en los huesos, saltó con los ojos enfebrecidos. Una anciana enlutada lo miraba con preocupación. Le preguntó si estaba bien. Él no podía articular palabra. No sabía qué decirle. ¿Estoy en la Avenida de los Decimoterceros para entregar un paquete en el número trece y no puedo controlar el pánico? ¿En serio? Subnormal sería lo más suave que pensaría de él aquella respetable señora con cuello de visón y más años que Matusalén. La anciana había empezado a alejarse con pasos cortos y vacilantes, mirando insistentemente atrás, con extrañeza y lástima.

Su cuerpo se había quedado sedado, pero el corazón le latía como un tambor. Tenía que entregar ese paquete, ya no por conservar el trabajo, que lo necesitaba, sino por mantener algo de su orgullo descalabrado. Se incorporó y volvió a emprender su camino con el pie derecho. Miraba al suelo. Si quería llegar cuerdo al número trece debía ir mirando fijamente al suelo. Las losetas labradas en colmena se sucedían con una rapidez delirante, y trató de despejar los pensamientos funestos que invadían su mente concentrándose en lo que había en el pavimento. Un escupitajo. Un billete de metro. Un clínex. Un envoltorio de chicle. Un folleto de una clínica dental. Una hermosa mierda de perro. El pie ennegrecido de un mendigo. Se paró y miró al propietario de ese pie.

No sabía a qué altura de la Avenida de los Decimoterceros había llegado, y no quería elevar los ojos hacia los números de los edificios porque empezaría a hacer sus combinaciones, y ese día, en esa avenida, no darían pronósticos buenos. Y volvería el pánico. El mendigo, de brillantes ojos azules, lo observaba echado sobre un codo con el porte y el orgullo de un griego en un banquete. Le preguntó a qué altura de la avenida estaba y el mendigo empezó a reír, mostrando su boca desdentada. Le contó tres dientes arriba y dos abajo. Cinco no era mal número. Le volvió a preguntar con educación, pero el mendigo rio con más fuerza, dándose manotazos en las piernas y echando atrás la cabeza, tumbado por completo, riendo y quedándose sin aire, y volviendo a inspirar profundamente para volver a reír. Un hombre trajeado que pasaba meneó la cabeza con notable indignación y le dijo, sin desacelerar su caminata vertiginosa, que estaba a la altura del número treinta y uno, que si no tenía ojos en la cara y que buenos días. El treinta y uno era un trece disfrazado con un falso orden.

Las carcajadas del mendigo se hicieron claras y afiladas como el cristal, lo envolvieron por completo, en un ir y venir de pesadilla. Empezó a sentirse fuera de sí: se alejaba de su propia percepción, el ruido de los coches, el olor a benceno, el sonido de las suelas... se iban haciendo más y más insignificantes y le llegaban mermados, como si estuviera bajo el agua. Comenzaba a hiperventilar. Se abanicaba con la mano libre, intentando sentir el movimiento del aire. Abrió la boca todo lo que pudo, intentando abarcar la bocanada. Varias personas se habían parado, alarmadas, y le preguntaron si estaba bien. Hasta el mendigo se había callado.

La presencia de aquellas personas de ojos curiosos y cejas enarcadas lo aturdía. Intentó pensar con claridad por encima del murmullo atronador que oía en su cabeza. Tenía que ir a otro número. Dejó atrás al grupo de gente que se había formado y se sentó en el escalón del portal sobre el que intuyó el número veintisiete. Todo número terminado en siete era bueno, incluso el sesenta y siete. Sintió algo de alivio, pero seguía respirando con cierto estruendo.

No dejaba de pensar, a toda velocidad y con una intensidad dolorosa. Con una determinación inquebrantable, se levantó y echó a andar de nuevo, con el pie derecho, hacia el número trece. No miraba al suelo, hiciera lo que hiciera no podría evitar la oleada de horror que empezaba a invadirle el centro del pecho. Su garganta se cerró como un puño cuando lo vio un par de números más adelante. La aguda presión en la nuez le impedía respirar. Se estaba acercando. No llegaría. Se asfixiaba. Las caras de la gente con la que se cruzaba eran oscuras y borrosas. Escuchó a la anciana que había visto antes decir que a ese hombre le iba a dar un vahído. Le dolía la garganta. La gente se tapaba los oídos y ponía muecas de espanto. Notaba tensa la mandíbula y un pitido en los oídos. No podía dejar de pensar, y cada pensamiento le aterrorizaba más que el anterior. No se daba cuenta de que gritaba como un demente por la acera. Cuando llegó con las piernas temblorosas, las manos crispadas y los ojos desorbitados, al portal número trece de la Avenida de los Decimoterceros, se dio cuenta de que el paquete se había quedado en los escalones del número veintisiete. Su grito enmudeció. Cayó sin sentido al suelo.

El reloj daba las doce cero uno, en el número trece de la Avenida de los Decimoterceros.