Cuando no hay una autoridad que sujete la tendencia cainita del español, se nos retuercen los colmillos y, en lo que dura un parpadeo y sin tener en cuenta el largo tiempo de dulce convivencia, reencarnamos el odio atávico que llevó a nuestros abuelos a liarse a tiros hasta matarse. Así se entiende que un amable acomodador del cine Capitol de Madrid, pasara a convertirse en uno de los más sanguinarios chekistas, sobre todo cuando le caía el gozo de destripar a los señoritos a los que antes acompañaba hasta su localidad.
Claro que uno no odia si no quiere, porque la peor de las pasiones depende de un ejercicio libre de la voluntad. Con esa voluntad libérrima se puede, si se quiere, desear el mal ajeno e incluso propiciarlo o ejecutarlo, por ejemplo, desde los puestos de autoridad que ofrece el servicio público. Así, a golpe de rumor, de declaración, de noticia, de ley, de prohibición, de amenaza, de multa, de clausura... los poderosos de hoy odian y contagian su odio contra sectores muy diversos de la sociedad, sectores –por demás– ajenos a sus urdimbres ideológicas. Pienso en los colegios de educación diferenciada. Pienso en los que no hacemos apología de nuestra heterosexualidad. Pienso en los universitarios que usan las capillas de sus facultades. Pienso en las familias numerosas. Pienso en los aficionados a los toros. Pienso, incluso, en los pocos fumadores que resisten junto a sus cajetillas pobladas de enfermedades repugnantes.
Ya que estamos en días de extraños orgullos, de reivindicaciones en látex y gestos obscenos, me subo al taburete del ciudadano indefenso, del ciudadano de a pie, para proclamar el orgullo de ser libre sin necesidad de odiar, al tiempo que ruego un tratamiento urgente a nuestra personalidad atávica para que podamos entendernos, de una vez, sin necesidad de repudios.