No es fácil mudarse al campo, porque la familia se preocupa de que te pueda pasar algo viviendo solo en un cerro de Coripe o al borde de un acantilado en Conil. Es más probable que te mate una teja viviendo en el pueblo o en Los Remedios, pero te tienen más a la mano. Imagina que te pones con cuarenta de fiebre y que tu familia vive a ochenta kilómetros de ti. Si vivieras dos calles más atrás que tus hermanos te llamarían por teléfono y te dirían que fueras al médico o que te tomaras algún medicamento. Y en Coripe, ¿no? Hace muchos años decidí irme a vivir a una urbanización de Carmona y llevé a mi madre para que viera el chalercito con piscina, olivos y árboles frutales. “A mí no me vayas a traer a vivir al campo”, me dijo, con aquel genio suyo tan de Arahal. La intenté convencer de que no era una casilla en medio de los olivos, como las que ella conoció de niña en nuestro pueblo, sino que había calles, vecinos y farolas, pero no hubo manera. “¡Esto es el campo, que no soy tonta!”. También la Giralda está en medio del campo. Si la miras desde las nubes ves los olivos del aljarafe y los naranjos de Brenes como rodeándola para que no nos invadan los guiris. Lo de volver a vivir en el campo está cada día más cerca y será hacer realidad un viejo sueño, uno más. La vida merece la pena si sueñas y haces realidad los sueños; si no, es un tormento. Cuando lo logre, dejaré de soñar con el campo para disfrutarlo despierto, con los ojos como los de los mochuelos y los pies descalzos sobre la tierra arada. Ojalá me mude este otoño y que el día que llegue al cortijito esté lloviznando y que los conejos y las tórtolas hayan invadido la finca. En otoño, porque esta estación es la repera.