El pacto de la vergüenza

Es demasiado pronto para decir con certeza si el acuerdo con Turquía marcará el abandono irrevocable de una tradición de asilo que parece remontarse miles de años a los primeros tiempos de la civilización europea

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26 mar 2016 / 22:57 h - Actualizado: 27 mar 2016 / 00:01 h.
"Inmigración","Unión Europea"
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Poco queda por decir respecto del pacto de la vergüenza con el que los líderes de Europa tratan, miope y cruelmente, de sepultar la crisis de los refugiados, vulnerando por el camino la legislación de derechos humanos y legalizando la práctica de las expulsiones en caliente. Cuentan para ello con la inestimable ayuda del régimen cada vez más autoritario de la Turquía de Erdogan, que al precio de 6.000 millones de Euros, hará valer sus fronteras como nuevo bastión sudeste de Europa.

Turquía es un país en el que se agolpan ya más de tres millones de personas sin recursos, y a las que se sumarán los 72 mil deportados de territorio Europeo, procedentes de Siria, Irak, Afganistán, Eritrea y otros tantos países. Estas personas no son números, sino hombres, mujeres, niños y familias. Alrededor del 88 por ciento de los que alcanzaron suelo europeo por esa ruta son procedentes de los países productores de refugiados, y más de la mitad de ellos son mujeres y niños y deben ser tratados con humanidad y en el pleno respeto de sus derechos y dignidad.

Afirma Médicos Sin Fronteras en relación al Acuerdo EU-Turquía, con su habitual contundencia, que «con estos nuevos planes, la UE sólo está tratando de aliviar las consecuencias humanitarias de las acciones irresponsables de sus miembros (...) El acuerdo entre la UE y Turquía, presentado como la solución a la denominada crisis que afecta a Europa, no se basa en las necesidades de los refugiados de asistencia y protección, sino en la capacidad de Turquía para detener la migración a Europa.»

A este acuerdo ha contribuido notablemente la canciller alemana Angela Merkel quien, tras descubrirse sola en su posición de adalid de los refugiados y de su necesidad de reconstruir sus vidas, en lo que ella calificaba de reto, pero también de oportunidad política, económica y social para Europa, se ha sumado a las posiciones del resto de los líderes nacionales de la UE. A esta modificación de sus posiciones ha contribuido notablemente su necesidad de poner coto al auge de la extrema derecha, que tan excelentes resultados ha cosechado en las elecciones regionales. Podríamos citar a Marx, en este caso a Groucho: «Estos son mis principios; si no le gustan, tengo otros».

El acuerdo con Turquía, en última instancia, se ha labrado bajo dirección alemana y refleja con precisión las dinámicas políticas y sociales dominantes en Europa:

Francia está política, intelectual y éticamente paralizada por la no tan improbable perspectiva de que su líder de extrema derecha Marine Le Pen arribe al gobierno impulsada por el descontento popular durante las elecciones presidenciales del próximo año.

El Reino Unido, cuyo ensimismado sistema político se encuentra en un extraño limbo ante el choque inminente del referéndum sobre Brexit, ha sido el primero en ignorar las posiciones originales de Merkel a favor de impulsar un gran gesto de generosidad europea transformadora.

Los países de la Europa del Este, parecen dispuestos a seguir resistiéndose a aceptar que las sociedades del futuro serán inevitablemente multiétnicas y multiconfesionales, y han actuado como los principales agitadores de este nuevo negacionismo reaccionario construido a base de nacionalismo, catolicismo y xenofobia, que ha dado alas al acuerdo.

Ese mismo e inquietante fenómeno se extiende a muchos otros países europeos. En Holanda la ultraderecha no deja de crecer, como lo está haciendo en Austria, Dinamarca o en la propia Grecia y Amanecer Dorado.

Es demasiado pronto para decir con certeza si el acuerdo con Turquía marcará el abandono irrevocable de una tradición de asilo que parece remontarse miles de años a los primeros tiempos de la civilización europea, pero que desde luego parecía un cuerpo legal incuestionable desde la posguerra europea y pieza clave en un sistema político que se decía cimentado sobre los derechos humanos, la convivencia, la cooperación entre los pueblos y el pluralismo democrático.

Puede ser que las dificultades que resulten de la oposición legal al texto del acuerdo en iniciativas como la impulsada en España por Izquierda Unida, y la capacidad de movilización de una buena parte de la ciudadanía europea, obliguen a la búsqueda frenética de una manera diferente de atender las peticiones de asilo en territorio europeo. Es la única posibilidad a la que podemos aferrarnos. Sin embargo, las imágenes de sufrimiento, el desplazamiento y la muerte en las fronteras de Europa, y de hecho dentro de los límites de la propia Unión Europea, parecen haber perdido su capacidad de incomodar a la ciudadanía y se integran cada vez mejor en el sombrío paisaje de la normalidad europea. Una normalidad europea que empieza a recoger la cosecha de tan concienzuda siembra: generaciones de desposeídos, marginados y desesperados vecinos, cuyos jóvenes cada vez más contemplan el terrorismo como una represalia justa y la única manera de hacerse visibles en nuestras sociedades avanzadas.

Entretanto, la opción preferente de nuestros líderes europeos, tan miopes y cargados de preocupaciones cortoplacistas, parece estar muy clara: subarrendar el incómodo y poco estético trabajo de aporrear a quienes huyen del horror y dejar que otros soporten la carga de mantener la ola de miseria humana del otro lado del muro a cambio de un módico precio.