No recuerdo la hora en este momento pero estaría rondando la nostalgia en punto de la tarde. Sé que las lágrimas caían por mi rostro buscando en el tendido los ojos del hombre que me enseñó esta afición. Y sé que el hombre no estaba. Cuando José Luque Teruel sacó el pañuelo naranja, cayó sobre mi ánimo una alegría tan indescriptible que me temo que acabará este artículo y habrá sido insuficiente mi capacidad para poner en el papel tanta emoción, tanto caudal de bienestar, tanta sensación de justicia y orgullo por sentir en el alma una página fundamental de nuestra cultura. Tanto amor al toro no puede caber en una pieza de periódico medida, diseñada, con cancelas y espacios cerrados. Amo tanto al toro de lidia, a su entorno, a su principio y a su finalidad; quiero tanto a su nobleza, a su raza, a su pasado y a su porvenir, que un artículo de prensa no será jamás suficiente –ni mi capacidad tampoco tiene esa amplitud– para darle la gloria que merece. En su vida y en su muerte.
Aún con las dudas sobre el futuro que navegan en mi corazón después de comprobar una y otra vez que los principales agentes nocivos que hacen daño a la fiesta de los toros duermen bajo el techo de nuestro organigrama, siento en el corazón la obligación inequívoca de exaltar, aplaudir, recalcar y enmarcar si pudiera el indulto del toro Orgullito en manos de El Juli en la Real Maestranza. Sí, fue toro merecedor del perdón. Sí, el público acertó pidiéndolo. Sí, el presidente fue justo al concederlo. Sí, básicamente el toreo es emoción. Sí, Sevilla mantiene su prestigio. Sí, la prensa que lo cantó hace bien cantándolo. Sí, El Juli estuvo a la altura del toro. Y sí, es una maravillosa noticia. Tan bella y tan relevante que se escapa de nuestros artículos y de nuestras opiniones; de nuestras filias y fobias, de todo el magma preestablecido que apenas nos deja caminar por los carriles de una fiesta que hoy más que nunca nos necesita. El indulto fue justo, completamente. Y fue ganado por Orgullito con mucho orgullo en el ruedo, arrastrando el hocico y reventando a embestir de pitón a rabo por abajo, una y otra vez, como un tejón, permitiendo tanta gloria, tanto mando y tanta hermosura en la muleta poderosa de Julián López, que por cierto es un torero de época, memorable, mandón, único, figurón.
El pañuelo naranja al aire de la plaza de toros de la Real Maestranza me recordó dos cosas. La primera, el rostro de aquel hombre (mi padre) que me enseñó con auténtica devoción el amor por esta afición que tanto envenena. La segunda, que el semáforo aún no está rojo pero ya se ha puesto naranja. Esta fiesta la perdemos si seguimos echando tierra sobre actos tan nobles y justos como un indulto merecido en una plaza de primera.