Nada hay más sevillano que el río. El fue el primero que estuvo aquí. Por él vino todo lo demás, los primeros pobladores, las sucesivas culturas, el plano extensivo de la ciudad, el color del aire y el sonido de las fiestas y del vivir diario, los auges y las decadencias. Todas las etiquetas de sevillanía que poseen nuestros símbolos hispalenses fueron posteriores a él. La historia de Sevilla no consiste sino en el diálogo cambiante entre la urbe y el cauce fluvial de su viejo Guadalquivir, con sus iras y sus alegrías, su poder dominante y la mutilación que le dio al fin esta mansedumbre actual, un pretexto sin vida para perseverar en la postal. Y a pesar de ello cuánto sigue sirviendo de columna vertebral de nuestro ser, pendiente de futuras reanimaciones. Qué atinada es la fábula de la imagen tumbada que tenemos de él en nuestros planos, horizontal, durmiente, de izquierda a derecha, el Centro arriba, Triana abajo, cuando lo correcto es trazarlo en la idea que tenemos por ejemplo de Málaga, vertical de Norte a Sur, convirtiendo sus dos orillas en este y Oeste, un río en pie. Pero seguirá escribiéndose su nombre en mayúsculas mientras siga disolviendo en sus aguas que mueve la marea, no el bajar de la montaña al océano, el alma toda que nos define. Yo me quedo con esa imagen tan distinta que ofrece cuando cruzo el puente de las Delicias. Observadlo. De allí hacia la ciudad es como un brazo paciente de aguas quietas, verdes, donde se asoman nuestras privilegiadas márgenes de casas y monumentos. Pero –fijaos y si es en día soleado mejor– de allí hacia su desembocadura, despedido por los barracones del Puerto y los Astilleros, su piel, más azul, se cuartea con los mismos brillos y las mismas luminosas brumas con que suele vestirse el mar. Con los chasquidos de espejos y de platas con que el sol tiñe su terciopelo. Y con la ansiedad de anchuras que le promete el horizonte. Nuestra vida son los ríos que van a dar a la mar. Y este río nuestro que nos lleva vuelve a llenarse de vida cuando la mar le llama y se pone, como las sirenas, esta cola de refulgentes escamas, gozo atlántico que nos exige que volvamos a despertarlo.