Permítanme que me ponga romántica. Una mañana más vuelvo a entrar en el Salvador y eso pasa factura. Nadie a la cola, silencio sepulcral y la fulminante presencia de la divinidad. Habitándola en su solemne estampa, dos quehaceres del corazón. Me rebelo contra el tiempo hasta no dejarlo pasar. No cabe una gota más de sentimiento.
Iglesia Colegial. Tú que guardas el secreto de la vida misma, me detengo contigo a pensar. Camino a paso lento bajo tu cúpula celestial que dirige mi mirada, y algo más, hacia el mayor delatador de la debilidad humana.
Amor. Sé que vas a hacerme llorar. Y no te culpo. Caen lágrimas del pasado, que fue y que siempre será. Los recuerdos no me dejan en paz pero aquí sigo, no me importa. Te miro en las alturas y me cruza un pensamiento. Me acuerdo de papá y de mamá. Del abuelo. ¿Cuántos años llevas ya? ¿Cuánto tengo que esperar para que me quieran como tú lo hiciste? A corazón abierto, de verdad.
Tú que enseñas a vivir sin pedir a cambio nada de lo que das. Amor, que abriste tu pecho y entregaste el alma a modo de señal. Amor eterno en tu existencia material. Embriagada en mi quietud, más aún me paralizo. Ante ti, no soy más que rescoldos de sueños rotos que vuelven a despertar. Esperanza la que tú me das. Me aseguras que merece la pena amar sin pensar en la derrota. Aún cuando ésta llega, fría y cortante, y el oxígeno se agota. Qué profunda es la agonía sin nada que respirar.
Abro los ojos que nunca cerré y me oriento de nuevo. Es la señal. Vuelvo a caminar despacio. Esta vez hacia el otro lugar, recurrente destino final de quien escribe estas palabras. Al fondo, aquel altar. Y yo, te miro a lo lejos. Descubro a menudo lo que ya sé. Que tú me vas a escuchar.
Pasión. Me resisto a pensar, me da miedo, pavor, me destroza la manera en la que me desarmas. Y aquí quedo, avanzando sin embargo hacia ti, expuesta a mis propios reproches, que son todos tuyos. Te cedo mi rúbrica porque me obligas a confiar. No estás equivocado, la pasión es dulce aunque quemen los latidos. Es el camino correcto. Ese maldito quehacer que es amar apasionadamente, sin mesura. Si la hubiera, habría ganado la razón.
Es curioso. Me detengo, cautiva del amor más sangrante, siendo ya presa del desconsuelo, para inyectarme de paz. Ante ti, que me inculcas tu verdad, la que hiere pero aplaca. Caigo en un profundo sueño, un cálido letargo, y sin darme cuenta, suspiro. Delante de ti, sin reparo. Imprudente de mí, pues no soy digna del consuelo de tus ojos. ¿En qué momento gané el derecho de explicarte cómo me siento, de querer que me comprendas? Me despido, una vez más, a sabiendas de la fugacidad de esta calma.
Sin auxilio ni socorro, a merced del viento, de la erosión, salgo del templo y hago mi entrada en la vida al natural. Aquí nada funciona igual, pero me basta con haber pasado unos minutos más intentando desvelar el secreto. Tratando de lograr que la fuerza que he vuelto a alcanzar, permanezca. Pobre humana en su intento de heroicidad, que con la misma pena vuelve a quedar cuando el tiempo y el desamor la deshacen en pedazos. Y vuelta a empezar.
Dejo allí el alma entera. Vuelvo a ser un cuerpo errante que no sabe querer sin que duela. Vuelvo a equivocarme. Es por eso que a este lugar mañana habré de regresar. Así lo haré mientras pueda. Y con la lucidez que me otorga esta visita, y no cualquiera, iré descifrando la vida que queda.