No creo que cuando nuestros padres iban a aquella feria de los güitomas en el Barrio Dulce, con las casetas contadas para quienes podían permitirse entrar y pedirse una limonada, la música de la fiesta pudiera considerarse ruido. El ruido vino luego con la música ratonera, esa obsesión radiofónica por que jamás cundiera el silencio y cierta caída en desgracia de los bailes tradicionales que más tarde hubo que volver a potenciar. Con el primer delirio de los ochenta, ninguna feria pueblerina era un éxito si no nos volvían locos los perritos pilotos de las macrotómbolas, el aullido atronador de los coches locos, cada cual con su ración polifónica de música pastillera, y los vatios competidores de tantas casetas de farolillos donde la juventud iba a hacer lo mismo que en las discotecas.
La gente va hoy con ferias ambulantes a todas partes: en el coche, en los auriculares del móvil, en la botellona. De modo que cuando hay una feria vive la puesta de largo de sus decibelios cotidianos, y estamos acostumbrándonos a que el silencio, como sí ocurre en la música, no sirva para la sintaxis existencial. El otro día entré en una cafetería en la que los enamorados hacían manitas con el volumen como en las ferias, y tuve la corazonada de que aquellas parejas no llegarían a nada. Es imposible disfrutar de la música -podríamos hacerlo extensivo a la vida- si jamás hay silencio, de la misma manera que nos cuesta aparcar si no bajamos el volumen de la radio. Las palabras adquieren su sentido porque un silencio las separa, como las tres comidas del día solo se disfrutan si dejamos de picar.
Y todo esto no es más que una reflexión filosófica a propósito de la iniciativa de ferias como la de Abril o la de Los Palacios y Villafranca por habilitar algunas horas de algún día sin música para que personas con trastornos del espectro autista puedan disfrutarla a su manera: en silencio y sin estridencias. La decisión de la Feria de Sevilla se ha visto secundada a los pocos días por la del pueblo de los tomates, pero ahora se espera una cascada de municipios solidarios que sean capaces de articular solo un cuatro por ciento del tiempo que duran sus ferias sin ruido. Es bueno para todos, pero sobre todo para esas familias que, por tener miembros autistas, o con otras enfermedades como el Síndrome de Williams, no solo no pueden ni acercarse a tomar una copa con sus vecinos, sino que incluso se ven obligados a cambiar de domicilio si viven relativamente cerca del jolgorio. Y eso no es solo una disparatada injusticia que no casa con la empatía de nuestro tiempo, sino una crueldad que no podremos soportar haberla soportado cuando dentro de menos de lo que pensamos recordemos que hacía muy poco a los autistas y otros enfermos similares no les permitíamos disfrutar de la feria, como tampoco podían bañarse en la playa o subir a la primera planta las personas con movilidad reducida, o cualquiera que no fumaba tenía que soportar el humo del tabaco de la mesa de al lado mientras almorzaba entre toses resignadas.
A partir de ahora, tendremos que señalar a las ferias que no habiliten un rato para estas personas a las que tanto daño hace el ruido, porque estos niños sí disfrutan de los cacharritos y de las sonrisas de sus padres tomándolos de la mano y de la conciencia feliz de que los demás sean felices con ellos, pero de otra manera. Y no hace falta ser autista para comprender que, en cualquier pueblo, a estas alturas, no deberíamos ser felices si algunos paisanos no lo son. La felicidad de todos también vale más que un cohete. Será imposible pasártelo pipa en la feria si sabes que hay alguien que ha tenido que huir de ella para sobrevivir. Solo el silencio de cada feria será la señal de que es una feria verdaderamente humana donde sus feriantes han comprendido definitivamente que una fiesta no es solo el espacio donde festejamos, sino el tiempo en que todos, sin excepción, hemos sido felices a la vez.