Emilio Lledó, una eminencia de la lengua y el pensamiento al que el año pasado hicieron en Sevilla Hijo Predilecto, acaba de cumplir 90 años, como la Generación del 27, aunque en su sola persona quepa mucho más que una generación: el legado transcultural de lo mejor de Aristóteles, de Kant y de Antonio Machado, es decir, de la historia de la humanidad más nuestra. Lledó ha sido catedrático de Filosofía en Heidelberg (Alemania), Barcelona, La Laguna y Madrid, pero nunca ha olvidado su infancia con bronquitis por la Triana de la que también salió su paisano Belmonte, ya leyenda, para hacerse amigo de Valle-Inclán. «Yo nunca tuve ambición, lo que tuve es hambre», ha dicho hace poco, ahora que lamenta el esperpento catalán después de haber sido un profesor tan querido en aquellas aulas, después de haber ingresado en la Real Academia de la Lengua, de haber sido condecorado con el Premio Nacional de las Letras Españolas o de haber sido reconocido con el Premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades... Después de 90 de años demostrando que la razón y el idioma con que la domesticamos constituyen nuestra verdadera e íntima patria.
Al filósofo trianero no lo conoce toda la gente que debiera. Me di cuenta el otro día al hablar públicamente de él, y por eso esta columna intenta ser un grito educado desde su propia tierra. Lledó es otro paradigma de ese viejo lamento de Lope: «España, madrastra de tus hijos verdaderos».
Ahora que están de moda las banderas, tan inútilmente, Lledó aboga por globalizar no solo la economía, que es la razón oculta y miserable, sino los sentimientos, la aceptación y la riqueza, todo lo cual me recuerda a Blas Infante, ese atípico nacionalista del universalismo, la diversidad y la alegría que dejó dicho: «Mi nacionalismo, antes que andaluz, es humano. Yo quiero trabajar por la causa del espíritu en Andalucía porque en ella nací. Si en otra parte me encontrare, me esforzaría por esta causa con igual fervor». ~