Pim, pam, pum... Valencia arde en fiestas, nunca mejor dicho al considerar la quema que les espera a sus ninots, destino que nunca he llegado a comprender: si yo fuera el creador de la falla a la que van a prender con una cerrilla, me parapetaría para defenderla como santa Juana de Arco, aunque sin arriesgar más de lo previsto, no se me vaya a chamuscar la barba.

España no se entiende sin sus fiestas patronales. Las hay por casi todo el mundo (las razones no suelen ser sacras, como las nuestras, salvo en los países de raigambre católica), con su baile bajo la carpa, fuegos artificiales, concurso de pepinillos en vinagre o de tartas de zanahoria, homenajes a la cerveza y festivales en los que los hombres, a mano o con motosierra, se retan para comprobar quién es capaz de lonchear más veces un largo tronco en un tiempo determinado. Y las rifas y los cacharritos de feria, con manzanas caramelizadas y algodones de azúcar, batallas de comer donuts y escarapelas para la vaca del año. Pero no es lo mismo.

En España demostramos a lo largo del año -sobre todo desde el arranque de la primavera y hasta mediados del otoño- que sabemos celebrar la protección de la Virgen (en sus numerosas advocaciones) y los santos, nada que ver con esa imagen mustia con la que se pretende desdibujar a los cristianos. Y lo celebramos con misas mayores, claro, pero también con jolgorios profanos, que van del chunda-chunda de las orquestas móviles (¡que no se pierda el pasodoble!), al pañuelo anudado al cuello; del vino peleón a la sangría que todo lo disimula; del petardo más o menos chistoso, a las curiosidades de cada ciudad, de cada pueblo; de la noria sospechosa de no tener todas las tuercas bien apretadas, a la novillada en la que los torerillos llegan caminando desde la pensión.

Valencia ha descorchado la temporada de jolgorio (con permiso de los pueblos que celebraron a san Blas, a la Candelaria y a otros santos madrugadores); los hoteles se encuentran a reventar y por las calles no cabe un alma. ¡Que no decaiga la alegría!