En Despeñaperros

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01 ago 2017 / 21:48 h - Actualizado: 02 ago 2017 / 10:00 h.

La anécdota es conocida. Rafael Gómez Ortega, El Gallo en los carteles, había pasado mil fatiguitas en uno de aquellos trenes expresos que cosían las provincias con el Foro en el duermevela de la noche. El hombre, harto del interminable traqueteo y cubierto de hollín, se bajó en Atocha con la amanecida, muchas horas después de subirse a aquel caballo de hierro en la vieja estación de Plaza de Armas. Pasó por delante de la máquina de carbón y, dando un respingo, sintió un soplido tibio de vapor junto a un agudo y estridente silbido. «Los cojones en Despeñaperros» fue la respuesta del Divino Calvo que, esa es otra, preguntó una mañana de finales de julio de 1936, «qué pintaba tanto sordao por la calle».

Cosas de genios. Pero la anécdota del tren viene al pelo. El rigor mostrado por los barandas del ramo ante la protesta silenciosa –una pancarta sobre los históricos cierres– de la confitería La Campana choca con la mano ancha que se estila con otros casos.

Los mismos que ponen el escalímetro a la famosa plaza están dispuestos a destrozar para siempre la geografía menuda de una calle como Mateos Gago. Lo que no han sido capaces de hacer la hostelería y el comercio descontrolado lo harán las máquinas que se llevarán los adoquines; nivelarán las aceras y la calzada y dejarán como una encimera de granito horterón una de las vías más emblemáticas de esa Sevilla regionalista que se muere a pedacitos –qué pregunten en Nervión o El Porvenir– hasta en los barrios más lejanos del centro. Mal asunto.