En el principio fueron los Borbones

La entrada del setecientos fue también la de los Borbones y con ellos un cambio de mentalidad en la administración española

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17 jun 2018 / 19:36 h - Actualizado: 17 jun 2018 / 21:03 h.
"La memoria del olvido"
  • Interior de la Mezquita de Córdoba. / El Correo
    Interior de la Mezquita de Córdoba. / El Correo

El concepto de nación que instauró el siglo XIX se basaba en la eternidad y en la inmutabilidad de un territorio y en los caracteres que definían a sus habitantes y los diferenciaban de los demás pero eso no era más que uno de tantos mitos derivados de un Idealismo de andar por casa. La prueba de su falsedad la tenemos en una España que cambiaría de pies a cabeza en el período que va desde el inicio del XVIII a su último cuarto. En la centuria anterior, los años finales habían sido los de un siglo que iba cuesta abajo y los de una Casa de Austria extremadamente débil con guerras en Cataluña y Portugal y la definitiva independencia de esta última. La entrada del setecientos fue también la de los Borbones y con ellos –tras la contienda civil entre sus partidarios y los de la continuación de la Casa Real anterior– un cambio de mentalidad en la administración española: la introducción de nuevos usos, nuevas músicas, nuevas formas poéticas, un nuevo teatro, distintas formas de vestir, la llegada de otros estilos arquitectónicos... lo señalan.

Todas las cosas comenzaron a plantearse de modo distinto: la nueva dinastía, que no era sino una rama de la que reinaba en Francia, organizó el Estado al modo francés, esto es, pretendiendo que, al igual que sucedía en el país galo, éste se convirtiera en un territorio uniforme sin tener en cuenta que, históricamente, había sido muy diverso.

Por eso –malgreé lui– fue en ese preciso momento y a pesar de la política unificadora a ultranza de la administración racionalista, cuando comenzaron a dibujarse características y peculiaridades particulares en cada uno de los territorios que, desde muchos siglos antes, se habían ya diferenciado sobre la piel de toro. Aflorarán por la pugna entre las disposiciones censitarias, extractoras y colonizadoras de los nuevos administradores y una sociedad que permanecía anclada en el amor al esplendor del pasado. Los nuevos administradores redefinirán –seguramente sin quererlo– realidades territoriales preexistentes y distintas a las que pretendía promover mientras la gente del sur –aunque tampoco lo supiera explícitamente– mantuvo una encarnizada resistencia o, si así lo preferimos, llevó a cabo un larvada rebelión; de lo uno o lo otro se derivarán muchas de las cosas que han llegado hasta nosotros.

A pesar de que de esto no se haya hablado o escrito frecuentemente, fue entonces cuando nacieron de verdad las respectivas culturas populares de Andalucía, Cataluña, el País Vasco, Asturias... con muchos de los rasgos que perdurarían hasta nuestros días. Pero si, en el paso de una forma de Estado a otra, las guerras se libraron en el Norte y el Levante, aquí se mantuvo una confrontación mucho más duradera en el vestir, el hablar, el cantar o el bailar... una pugna prolongada que, a lo largo de aproximadamente cien años, adquiriría perfiles muy nítidos.

Era natural porque si en cada sitio quedaban fragmentos de los viejos papeles cumplidos, era en Andalucía donde existían más restos de cuanto había sido el antiguo y esplendoroso tapiz y, aunque ahora de él no quedaran sino jirones, esos jirones, entretejiéndose de nuevo entre ellos, crearían –cuando el fracaso de la Ilustración y del Mercantilismo se hicieran evidentes– una escena social distinta.

Mas, a pesar de su evidencia y para dar la razón a Descartes al decir que los prejuicios impedían ver la verdad, eso no fue reconocido entonces por las élites (sólo algunas mentes como las de José Cadalso lo captaron) y aún hoy son muchos los que continúan sin hacerlo. Por eso, al tratar este período, pueden encontrarse afirmaciones contradictorias soltadas con la misma tranquilidad. En un mismo volumen con trabajos de varios autores acerca de la época uno de ellos nos dirá que en el siglo XVIII desapareció el romance y otro que, sin que se sepa por qué, la seguidilla se extendió por todas partes.

Esas dos afirmaciones pudieron –y pueden– hacerse precisamente porque aquella fue una sociedad partida en dos y de espaldas una a la otra. Esas dos partes son las que aparecen constantemente dando argumentos a los sainetes de González del Castillo o en cuentos como el de Un servilón y un liberalito, de Fernán Caballero.

Fue entonces cuando, para salir del paso e intentar paliar con ocurrencias la falta de estudios, comenzó a propagarse con aires de suficiencia que cuanto distinguía a Andalucía de otros territorios españoles provenía de los moros sin querer acordarse de que de los moros (en realidad, de la cultura de los siglos de Alándalus) provenía todo lo mozárabe de Castilla y León, muchísimas cosas de Valencia, Toledo, Madrid, Zaragoza... el mudéjar de Burgos, Teruel y Cataluña... o sea, las mayores raíces y los mejores frutos de la Edad Media española.

Pero, como todo aquello no fue considerado español, en Andalucía sus restos estaban por todas partes y, sobresaliendo entre mil más, la Giralda, la mezquita cordobesa, la Alhambra de Granada constituían hitos que asombraban a un mundo ahíto de exotismo, hubo que desbautizar el este suelo y a sus habitantes de las capas sociales inferiores a fin de convertirlos en moros reconocibles por sus cantos, sus bailes, sus fiestas y su carácter.

La España que vivimos y sufrimos hoy no proviene, como se nos quiere hacer creer, de la que tuvo una mitad cristiana y otra musulmana. Sigue siendo, más bien, la de las dos Españas, de Machado, y esas tuvieron su principio cuando ambas dejaron de habitar su Historia para trasladarse a la casa que trajeron los Borbones.