Siempre que vengo a Ávila, siento un enorme deseo de quedarme a vivir en aquellas tierras, en alguna de esas casas de piedras de los pueblos cercanos en los que se respira una paz increíble y nunca ocurre nada extraordinario ni para bien ni para mal. Son pueblos por los que parece que no pasa el tiempo y que se han quedado como eran hace cinco o seis siglos, como los viejos grabados que ilustran libros centenarios. El campo, las ovejas, los perros callejeros durmiendo al sol, los gatos en los tejados acechando ratones o gorriones y siempre con un silencio que duerme las almas. Estás aquí y piensas en la estupidez que es vivir apiñados en las grandes ciudades, en esos bloques de pisos que son como palomares para humanos o en casas adosadas que cuestan una fortuna y que son como de cartón. Una casita de piedra cuesta aquí, en cualquiera de estos pueblos, menos de lo que hay que dar de entrada para una de esas casas adosadas tan modernas y horrorosas. Visto desde aquí, el independentismo es todavía más estúpido. Qué bella es España, toda, y qué me gusta Ávila.