Esas pequeñas cosas

Encontrar la felicidad en las pequeñas cosas es algo que me reconforta enormemente porque esas pequeñas cosas están al alcance de todos. Yo pienso en ello cada vez que veo nacer el sol desde la cornisa del Aljarafe, cada mañana

Image
11 feb 2018 / 21:00 h - Actualizado: 12 feb 2018 / 10:31 h.
"Tribuna"
  • Esas pequeñas cosas

TAGS:

Uno se cree que las mató el tiempo y la ausencia, pero su tren vendió boleto de ida y vuelta. Son aquellas pequeñas cosas que nos dejó un tiempo de rosas, en un rincón, en un papel o en un cajón». Así comienza la canción Aquellas pequeñas cosas, de mi admirado Serrat, ese señor que se enfrentó al franquismo por defender su lengua materna, el catalán, y que ahora, los nuevos fascistas, los independentistas catalanes, lo han señalado con el dedo acusador porque ha criticado la pantomima que está avergonzando a los catalanes de bien.

Efectivamente, encontrar la felicidad en las pequeñas cosas es algo que me reconforta enormemente porque esas pequeñas cosas están al alcance de todos. Yo pienso en ello cada vez que veo nacer el sol desde la cornisa del Aljarafe, cada mañana. Hay días que una especie de ola de fuego, que mezcla un rojo intenso con naranjas hipnotizadores, va apareciendo por la Sierra Sur y la silueta de la Giralda se tambalea y parece bailar, envuelta por ese manto de color, aparentando ser una vela encendida presta para ser apagada y así iniciar la jornada.

¡Ay, el amanecer! No creo que nadie en el mundo haya descrito el amanecer tal y como lo hizo el llorado Manuel Molina, para que lo cantara su Lole. «El sol, joven y fuerte, ha vencido a la luna, que se aleja impotente del campo de batalla. La luz vence tinieblas por campiñas lejanas, el aire huele a pan nuevo, el pueblo se despereza, ¡ha llegado la mañana!». Ciertamente, inigualable.

Dicen que los daneses son los más felices del mundo porque saben encontrar la felicidad en las pequeñas cosas. Es obvio que quién afirmó esto no ha visto nunca ese rojo intenso a través del cuerpo de campanas de la Torre Almohade.

Curiosamente, hace unos días, paseando por la Alameda y sus calles cercanas, paré en una librería maravillosa, la cual subsiste a duras penas, luchando contra las grandes superficies. En ella, Pedro, su amable dueño, te invita a café mientras te sientas en un precioso rincón compuesto por dos antiguos sillones, muy cómodos, cuya piel marrón, llena de llagas, te hace imaginar cuántos momentos de relax habrán proporcionado, y un pequeño sofá estilo isabelino, retapizado con una tela que asemeja hojas de periódicos ingleses. Y allí, a la luz de una lámpara industrial que completa el ambiente ecléctico más acogedor, dejas correr unos minutos mágicos, mientras ojeas los libros que con pasión y cariño ordena Pedro sobre mesas cuyas patas muestran las cicatrices de grandes batallas libradas contra ejércitos de polillas.

Y uno de los libros que me llamó la atención fue uno escrito por el escritor danés Meik Wiking. El libro trata sobre la relación entre la felicidad y las pequeñas cosas. En Dinamarca es una cuestión tan vital que a esta relación incluso le han asignado un término: Hygge (en castellano se pronunciaría «juga»). Y me llamó la atención sobremanera que el primer capítulo del libro está dedicado a la luz. Es muy curioso, los daneses relacionan de manera incuestionable la felicidad a las velas. Es más, para ellos no hay receta válida para el Hygge si no hay velas. De hecho, en una macro encuesta realizada en el país nórdico, a la pregunta de qué asocian al Hygge, un sorprendente 85% responde que las velas.

Aquello me hizo recordar esos momentos de placer que me proporcionan esos amaneceres de fuego en los que la Giralda parece una vela encendida. Por cierto, en una ocasión tomé el teléfono móvil y fotografíe la escena, pero resultó imposible capturar la belleza del momento. Cuando miré la imagen en la pantalla y comprobé que la luz había sido esquiva me sentí absurdo por querer atrapar aquel tesoro. Total, ¿para qué?, si es algo que cada día la vida nos regala.

Salí de la librería de Pedro para continuar mi paseo, a la caza y captura de más pequeñas cosas, no sin antes comprar un libro de poemas de mi admirado Leonard Cohen. Caminaba por la calle Feria, pensando en las velas. Nunca había recapacitado en ello, pero es cierto, las velas nos regalan momentos de relajación maravillosos. Y caminando llegué al café Hércules, en la calle Peris Mencheta. Esa es una de esas pequeñas cosas que Sevilla me brinda cada domingo, un paseo por la Alameda de Hércules, viendo los restos de la batalla nocturna. Me apasionan los nombres de las calles de ese barrio. Calle Belén, calle Niño perdido, calle Amor de Dios, calle Feria, calle Relator, calle Vulcano. Y sentarme en el Café Hércules para disfrutar con una de esas fantásticas dualidades que Sevilla alberga. Ver a una cuadrilla de costaleros de la Hermandad de los Javieres, preparándose para el ensayo, ayudándose unos a otros a acomodarse el costal, mientras junto a ellos, apoyadas en una pared, completamente integradas en el ecosistema, se besan con pasión dos chicas vestidas de negro, cuyas cazadoras de cuero han sido invadidas por las tachuelas y de cuyos lóbulos cuelgan crucifijos bocabajo. Mientras tanto, una pareja de avanzada edad, imponentemente vestidos de domingo, tanto ella como él, caminan de la mano, como si nada, atraídos por el tañido de las campanas de Omnium Sanctorum, esa preciosa parroquia erigida en 1249 y destruida por las llamas de un pavoroso incendio provocado en 1936 por algún que otro sevillano de aquellos que «luchaban» de esa manera tan peculiar por preservar la República.

Aquel día, tras mi enriquecedor momento y una vez acabado mi café, me senté un rato ante el Cristo de los Javieres. Y me llamó la atención el porta velas porque tan sólo dos estaban encendidas. Entonces me levanté y, tras depositar varias monedas en el cepillo, las encendí casi todas. Me dio por ahí.