Espía marchenista en Mairena

Buscaba una casa entre Sevilla y Arahal y Mairena está justamente en medio. Cuando supieron en Mairena que vivía allí, algunos comentaron que iba de espía del marchenismo o el vallejismo

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Manuel Bohórquez @BohorquezCas
04 ago 2017 / 22:29 h - Actualizado: 04 ago 2017 / 22:34 h.
"Desvariando"
  • Espía marchenista en Mairena

Cuando alguien se va a vivir a un pueblo que no es el suyo, nada más llegar intenta integrarse, conocer a la gente, sus tabernas, asociaciones, peñas y tiendas. Es lo que hice cuando me vine a vivir a Mairena del Alcor, pueblo que ya conocía por mi vinculación con el cante flamenco, aunque solo de visita y, por lo general, para divertirme. Además de mi amistad con Antonio Mairena, que murió cuando yo tenía solo 25 años –estuve en su entierro y lo acompañé andando desde la plaza de las Flores al cementerio–, también fui amigo de El Cascabel y de Manuel Crespo, aquel viejo catedrático del cante jondo del que tanto aprendí sobre las soleares de Alcalá, que las cantaba maravillosamente. Y por supuesto de Manolo, el menor de los Mairena, un colosal saetero que además bordaba otros estilos básicos.

Curiosamente, llegué al cante de Antonio Mairena a través de su hermano Manolo. Una noche ofreció un recital en la Peña Flamenca El Chozas, de Sevilla, en los setenta, y lo escuché en primera fila, a escasos dos metros de él. Cantó de tal manera por soleá, seguiriyas y tonás, que se me descompuso el cuerpo. Y al día siguiente busqué los discos de su hermano, que era ya el amo del cante, porque hasta ese momento mis cantaores eran otros más jóvenes, artistas como Camarón, José el de la Tomasa, El Chozas, Chiquetete, Enrique Morente o José Menese. Antonio Mairena me resultaba algo duro, más para los buenos aficionados con conocimientos, que para los jóvenes. Sin embargo, acabó entrándome y me convertí en mairenista con 20 años. Y gracias a él empezaron a gustarme otros cantaores gitanos que tampoco entendía bien, como eran Juan Talega, Curro Mairena, Perrate de Utrera o Manolito el de María.

Cuando me fui a vivir a Mairena del Alcor, en 2006, hacía ya años que había desertado del mairenismo, pasando a ser un disidente. De hecho, cuando supieron en Mairena que vivía allí, algunos comentaron que iba de espía del marchenismo o el vallejismo. Y no, el motivo no fue ese, sino otro muy distinto: buscaba una casa entre Sevilla y Arahal y Mairena está justamente en medio. Un cantaor de Mairena me visitó en casa y me dijo muy serio: «Yo te aprecio y lo sabes, pero que sepas que aquí hay personas que no te quieren». ¡Vaya por Dios!, dije, sin darle la mayor importancia, porque a un crítico de flamenco no lo quieren casi en ninguna parte donde se celebre un festival que alguna vez haya criticado o viva un artista al que le haya dado algún que otro leñazo.

Después de llevar casi una docena de años viviendo en Mairena, en la Huerta del Retiro, confieso que me siento un mairenero más, porque la gente de este pueblo es noble y cariñosa. A pesar de sus miles de habitantes y de su cercanía a Sevilla, Mairena no ha dejado de ser un pueblo, y eso me gusta. Tiene todo lo que pueda tener cualquier gran ciudad. Además, si te asomas a la vega se ve Arahal en los días claros y hasta el piquito de la Giralda. O sea, un sitio ideal, con huertas, olivos, caminos rurales y tierra de calma. Tiran muchos cohetes, pero supongo que ocurrirá en todos los pueblos. Qué sería de los pueblos sevillanos sin sus cohetes, aunque mi perro odie a muerte a los coheteros.

Mairena del Alcor tiene un buen puñado de bares y tabernas, que visito con frecuencia. La Venta de los Conejos, del amigo Curro, es un santuario al que hay que ir como mínimo una vez por semana. No solo a degustar el mejor conejo de España, sino a que Curro te parta la espalda de un abrazo y te ponga una inyección de optimismo y vitalidad. Que entras en la venta cabreado o desanimado por algo y sales dándole gracias a Dios por dejarte vivir un día más, al menos. Una tostada y un ligaíto de aguardiente en el bar de Miguel Palmicha, el mostito de media mañana en Los Jaqueles –con la tapa gratis–, la copa de manzanilla en El Mequi y el plato de conejo al ajillo o con arroz en la Venta de Curro al mediodía, y que se hunda el mundo.

A veces llaman a mi puerta y es alguien que viene a venderme una maceta de espárragos trigueros o a regalarme un plato de higos chumbos recién cogidos. Otros llaman para que nos tomemos un mostito o, sencillamente, hablar de cante, que es una vieja y hermosa costumbre de este pueblo. Del cante de don Antonio, si puede ser, aunque suelo meter la cuñita marchenara o vallejera de vez en cuando para que sigan creyendo que me vine a vivir aquí con la insana idea de predicar el payismo sin duende o pellizco, que diría el gran Menese.

Surco, mi perro, nació en Mairena y tiene ya siete años. Es mairenero cien por cien y solo es feliz en la vega, así que de emigrar a otro pueblo le crearía seguramente un trauma. Y no digamos si cambiáramos los olivos y los naranjos de los Alcores por un bloque de pisos en Sevilla. Surco necesita el campo, la vega, el camino de El Gandul. Y yo también, porque una vez que se vive cerca de los olivos, aunque no sean los de Palomares o Arahal, cuesta regresar a la ciudad, donde nadie llama a tu puerta para regalarte un plato de higos chumbos o venderte una maceta de espárragos recién cogidos. Eso solo suele suceder en los pueblos.

Mis últimos cuatro libros los he escrito en Mairena, he creado cientos de letras de soleares y fandangos paseando por entre los olivos y mirando amanecer o anochecer en la vega, y todos los artículos que he publicado en este periódico en los últimos doce años los he escrito también en la Huerta del Retiro después de zamparme una tostá en El Palmicha, un mosto en Los Jaqueles o unas costillitas ibéricas en El Mequi. Me gustan las charlas flamencas con Morillito, Manuel Castulo, Alberto Guillén y José Antonio el Charri, el olor a pan caliente de las panaderías y lo guapas que se ponen las mujeres en Semana Santa o para la Feria, que no es cualquier feria, vestidas por Mari Carmen Corpas Latorre.

Como en el Servicio de Espionaje del Marchenismo (SEM), se jubilan a los sesenta años, a lo mejor regreso al mairenismo y acabo mis días cantando por martinetes de Juan Pelao en la vega.