En la calle espera siempre la multitud acordonada y ávida de noticias, hombres y mujeres sedientos de una realidad que preferirían ignorar, aunque no sean conscientes de ello. Se repiten las fisonomías de los portales, ingenuamente pretenciosos, iluminados con esas bombillas fluorescentes que anticipan la tristeza del luto, el ficus en su jardinera de piedra artificial, las trazas de la fregona en las esquinas ennegrecidas de los peldaños de terrazo. Sorprenden los olores a hogar desconocido, la urgencia y artificiosidad del desorden, la aparente indiferencia de ese jubileo de profesionales con y sin uniforme que entran y salen, van y vienen, sus gestos estereotipados y el aire distante de quienes se ven obligados a resolver un enigma cuyas coordenadas han visto ya muchas veces.
Preferirías mirar solo de refilón la sangre salpicada, los haces de gotas de todos los tamaños impresos en diferentes direcciones, sobre los muebles funcionales y las paredes pintadas de gotelé, y la sempiterna mancha en relieve del suelo, densa, granate, imitando el óvalo irregular de un enorme estómago. Jamás podrás acostumbrarte a la imagen impúdica del cuerpo, abandonado en un escorzo grotesco y claramente incompatible con la vida, sepultada la dignidad de la persona que fue bajo la radical fealdad de la violencia y la muerte.
Pero el nudo en la garganta, la dificultad para respirar y las inoportunas lágrimas solo llegan al descubrir el cesto de los juguetes dispuesto en una esquina de la estancia, con sus alegres colorines delatando la verdadera dimensión del horror.