Las noticias de cada día centran el foco en la tragedia de los miles de refugiados que, provenientes de decenas de países con dramáticos conflictos internos, intentan llegar a lo que –para ellos– es un paraíso, a una Europa dorada, antes por la Literatura y la Historia que produjo y divulgó y, ahora, por decenas de años de imágenes primero cinematográficas y después televisivas embajadoras de un mundo refinado, culto, que había superado los conceptos tribales y donde siempre hubo personas y entidades movidas por la filantropía, preocupadas por el bienestar de los demás. Y era verdad: desde la Ilustración hasta las iniciativas que movieron a comenzar la construcción de Europa como unidad fueron las ideas sociales las que prevalecieron en ese empeño.
Las miradas de largo alcance están saltando por los aires porque, en primer lugar, en gran parte de las naciones que componen la Unión las fuerzas más retrógradas están consiguiendo imponer criterios exclusivistas y supremacistas y, en segundo, porque uno de los efectos perversos de la crisis ha sido el que cunda el miedo irracional a un futuro compartido. Por eso acoger o no al refugiado se está viendo con planteamientos económicos y no como una cuestión civilizatoria en la que se dirime el mundo que tendrán nuestros descendientes. Mientras tanto se acerca la fecha en la que todos los ciudadanos de este continente seremos los que tendremos que decidirlo. Las elecciones europeas se acercan inexorablemente. Nadie está insistiendo en que nos jugamos que Europa siga siendo el faro de la Humanidad.