Flamenco a cielo abierto

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Manuel Bohórquez @BohorquezCas
16 jun 2017 / 23:49 h - Actualizado: 16 jun 2017 / 23:49 h.
"Flamenco"

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Hace años la Junta de Andalucía me encargó un informe sobre la situación de los festivales de flamenco de la región y, sinceramente, no sé si sirvió para algo. A mí me sirvió para llegar a la conclusión de que tenían un futuro incierto y creo que reflejaba en ese informe la necesidad de ayudarlos con algo más que una subvención. Aquel verano estuve en veinte o treinta festivales de toda Andalucía para elaborar el encargo y comprobé que no era un problema económico, sino de dirección de estos festivales. ¿Quién dirige, por poner un ejemplo, el Festival de Cante Jondo Antonio Mairena, de Mairena del Alcor? ¿Quién decidió en el Ayuntamiento de Lebrija que La Caracolá tenía que dejar de ser un festival a cielo abierto para mudarse al teatro del pueblo, en pleno verano?

En muchos de esos festivales que visité aquel año comprobé que la mayoría de los asistentes se aburrían y se iban al ambigú, en algunos casos a escasos metros del escenario, luego se confundían a veces las soleares de La Sarneta en la voz de algún cantaor o cantaora, con el pregón del camarero pidiendo al cocinero una de tortilla o de calamares. En Puente Genil, que tiene uno de los festivales más antiguos y de más solera de Andalucía, me encontré una despedida de soltero. Cuarenta jóvenes habían juntado diez mesas playeras y estaban celebrando el adiós a la soltería de uno de ellos, con sus propias neveras y de espaldas al escenario, donde los artistas del cante se desgañitaban para ser escuchados medianamente bien en las primeras filas.

Los festivales de flamenco en los pueblos no nacieron en Utrera, con la creación del Potaje Gitano, cuya primera edición tuvo lugar el 15 de mayo de 1957, es decir, hace sesenta años. No tenían intención de crear un festival de flamenco, sino de celebrar con un buen potaje la exitosa salida en procesión de la Hermandad de los Gitanos, el Viernes Santo. A partir de ese año y en vista del éxito de la cena con flamenco, esta institución instituyó el encuentro gastronómico-musical. Otros pueblos se apuntaron a la experiencia y así nacieron luego los festivales de Mairena, Morón, Arcos de la Frontera, Puente Genil, Montilla o la Puebla de Cazalla.

Pero antes de esto iban a Utrera cada verano las compañías de flamenco de aquella época y eran festivales de un mismo formato, aunque sin cena. Encabezaba el cartel una primera figura (Vallejo, Marchena, Valderrama, la Niña de la Puebla o Curro de Utrera), y luego iban diez o doces artistas más, entre ellos algún caricato o ilusionista, porque entonces no aguantaban sobre un escenario a un señor cantando media hora por soleares o seguiriyas. Sin embargo, estas compañías solían tener una buena producción, con abundante publicidad en radio y prensa, carteles en los bares, etc. Y con la llegada de los festivales, como el Potaje y los demás, las compañías privadas desaparecieron. Juan Valderrama llegó a decirme que «estos festivales de los pueblos fueron nuestra ruina».

Siendo justos, es necesario decir que abrieron una etapa brillante de la historia del flamenco, una de las mejores. Y lo hicieron personas que no eran profesionales del mundo del espectáculo, sino aficionados: carniceros, jornaleros del campo o pequeños comerciantes que decidieron clausurar la etapa anterior, la llamada Ópera flamenca, que se había desmadrado por completo. Viendo el entusiasmo de estas personas del pueblo llano y sencillo, algunos intelectuales se subieron al carro o se apuntaron a la nueva tendencia jonda, naciendo así un movimiento cultural en torno al arte jondo, con secciones de flamenco fijas en los periódicos, programas de radio en las emisoras, creación de revistas, el nacimiento de las peñas y de los concursos.

Esta es, sin duda alguna, la etapa más larga de la historia del flamenco, porque la mayoría de los festivales que se crearon en aquella época se siguen celebrando, aunque algunos hayan perdido el norte por completo y se mantengan solo porque los ayuntamientos se hicieron cargo de ellos. Todos son deficitarios, esto es, que si no fuera por el apoyo económico de los ayuntamientos y las diputaciones provinciales, la mayoría de ellos habrían desaparecido, porque los artistas comenzaron a pedir mucho dinero por actuar y no querían saber nada de la taquilla. Camarón quería un millón de pesetas en la mano y se lo daban. Y los demás, aunque no pidieran un millón, no se conformaban con menos de la mitad.

Los ayuntamientos dieron la cara, hasta el punto de que los artistas no querían ya tablaos o compañías privadas, donde ganaban menos. Tampoco fiestas, porque no siempre cobraban. Trabajar con el agente artístico Pulpón en los festivales de verano era una garantía, sobre todo si estaban los ayuntamientos detrás. El cantaor Rancapino hizo famosa una letra por bulerías sobre la tranquilidad que daba ser contratado por un ayuntamiento:

A mí me da sentimiento

cuando me llega un contrato

y no es de un ayuntamiento.

Si repasamos la lista de cachés de los setenta y ochenta, de estos festivales, los artistas ganaban bastante más que ahora y pagaban menos impuestos. Se acabaron los festivales con grandes carteles, en parte también porque han desaparecido muchas de las grandes figuras de aquella época y las de hoy prefieren el teatro a los festivales, cuando no cursos por el mundo, en los que se está moviendo mucho dinero porque hay un gran mercado. Siguen yendo miles de aficionados a los festivales de verano de los pueblos, aunque bastante menos que hace dos o tres décadas. Los medios de comunicación les han dado un poco la espalda, la crítica especializada ya casi no aparece y la rutina está haciendo el resto. Teniendo en cuenta todos estos factores, es un milagro que aún haya tantos. Y es que no hay nada como escuchar una buena soleá a cielo abierto.