¿Franco ha muerto?

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03 ago 2018 / 18:27 h - Actualizado: 03 ago 2018 / 21:42 h.

Aunque el jardín de mi casa es muy pequeñito y está ocupado por fragantes especies muy poco amigas de los sobresaltos y el mal rollo, estoy por ofrecérselo al Ministerio de Gilipolleces por si apreciase la conveniencia de enterrar en él los restos de Francisco Franco. No porque piense rendirle culto al Mojamísimo –líbreme Dios– ni sacarle dinero al asunto vía explotación turística –aunque, bien mirado, no está el oficio como para despreciar oportunidades–, sino para acabar de una vez con esta moda de profanar el sueño de la historia, a ver si entre todos la molemos a palos. Tierra al asunto. Lo que queda del dictador está bajo un losetón del carajo en un monasterio hortera de narices en un paraje perdido al que solo se puede ir poniendo mucho empeño y teniendo muy mal gusto. ¿Dónde mejor? Me parece absurdo y peligrosamente invocador que su figura vuelva a protagonizar la actualidad justamente ahora, cuando las más perversas nociones patrióticas vuelven a enfrentarse en las calles. Ni siquiera para darles el gusto a quienes quieren clavarle a la momia una estaca en el corazón, por si acaso. No entiendo la estrategia. Franco lleva tieso 43 años y vuelve a sacarse el fiambre en romería dialéctica. Es como si el año en que nació un servidor, 1965, se hubiera estado discutiendo a sangre viva sobre si convenía o no que Arizona fuese admitida como parte de los Estados Unidos (cosa que sucedió en febrero de 1912) o se hubiera hecho polémica con la muerte de Bram Stoker, el autor de Drácula (abril de ese mismo año), ya que hablamos de estacas y de no muertos. Pues eso: que yo entierro a Franco, y a Queipo de Llano, y a Lenin, y a Stalin, y al lucero del alba. Pero enterrados a mala leche. Y por favor: a otra cosa. A ver si de una santa vez ganamos todos esta guerra.