Se vivía febrilmente; cada día se celebraba una efeméride de altura inmarcesible pero, por debajo de aquella actividad inusitada, la cotidianidad dejaba estampas que podrían haber pasado a la Historia si sus cronistas las hubieran visto y anotado. En 1991, año del IV centenario de la muerte de San Juan de la Cruz, se inauguraban las nuevas salas del Pabellón Mudéjar, en la Plaza de América, con una exposición de alusiva al místico de José Manuel Broto, José María Sicilia y Miquel Barceló. La tarde anterior a su apertura, cuando el recinto era aún una sala de pasos perdidos y cajas de embalaje resonaron unos aldabonazos en la puerta lejana del museo que, al abrirla un conserje, enmarcaron las figuras de Curro Romero y Camarón: venían a abrazar al pintor mallorquín que, poco antes, había ilustrado el disco Potro de rabia y miel del de la Isla.
Aquel año no había Bienal pero el triángulo formado por aquellos personajes, unidos por San Juan de la Cruz (poco después Enrique Morente convertiría en jondo su hondo Cántico Espiritual) era una señal de por dónde iban a ir las cosas.
La Bienal del 92 pasó, envuelta en la nube del universalismo del año, metió el Giraldillo en el baúl de los recuerdos, o sea, perdió su condición de concurso y ganó el de muestrario de un arte que ya andaba de compadreo –igual que Camarón, Curro Romero y Miquel Barceló– con las demás. Si Sevilla había cambiado de pies a cabeza, el evento flamenco de otoño y el mismo flamenco habían ido adquiriendo nuevos valores y matices.
Pero el divorcio existente entre la ciudad nacida de los jirones de la Exposición Iberoamericana de 1929 y la que había emergido de las celebraciones del V Centenario del Descubrimiento de América tenía su paralelo en los territorios del cante, el baile y el toque. La Sevilla y la afición tradicionales seguían ensimismadas en cánones inamovibles a pesar de que un huracán lo hubiera movido todo. De la misma manera que unos no se daban cuenta de la posición privilegiada que la ciudad había ocupado en el mundo durante varios años y de que las nuevas infraestructuras entre las urbes más modernas, los otros no veían ni los puestos que el flamenco subía en el ranking internacional de las músicas, ni que existían artistas que, partiendo de su acervo clásico, ensayaban nuevas formas de expresar la potencialidad que contenía, ni, por supuesto, lo que ello significaba en el panorama de la industria cultural.
Por eso –lo mismo que Sevilla– la Bienal comenzó a cubrir una etapa desvaída en la que, aparte de la endémica falta de presupuesto y de un equipo estable de organización, estuvo presente el cansancio. Seguramente el dolor de cabeza de la resaca post-expo no dejaba pensar porque, por un lado, la capital de Andalucía ya tenía, además del Lope de Vega, el Teatro de la Maestranza, el Central y el Alameda de propiedad pública y, por otro, como si respondieran a la llamada de un axioma del materialismo histórico, muchos artistas habían comenzado a crear espectáculos de gran formato o de formas y contenido que se adaptaban a espacios que podrían ser considerados «de arte y ensayo»; ambos venían como anillo al dedo a los nuevos espacios escénicos.
Los carteles de cada una de las ediciones se quedaban algo cortos aunque, en el de 1996, Tato Olivas diseñara el nombre del evento partiendo de la imagen del teclado de un piano: los antiguos esquemas de Pepe Romero se habían abierto en flor para hacer del instrumento que, según Manuel Torre –escuchando tocarlo a su tocayo Falla– emitía «soníos negros», un elemento imprescindible de ahí en adelante.
La Bienal de Flamenco, encontrando por sí sola el camino, estaba a las puertas del palacio platónico habitado por los arquetipos, las Ideas de cuya imagen nacen las imitaciones. Sevilla fue desde antiguo una ciudad de arquetipos: la Giralda, con cientos de hijas en todo el mundo, la Casa de Pilatos, prototipo de tantos edificios, la Semana Santa, la Feria... El nuevo siglo le regaló otro porque, a partir de entonces, y con un equipo a cuyo frente estaba Manuel Herrera, el evento otoñal (que ya con anterioridad había inspirado algunos, como el Festival de Arte Flamenco de Mont de Marsan, en Francia) fue viendo nacer muchos de corte parecido aquende y allende Despeñaperros, los Pirineos y la Mar Océana.
Cada vez eran más los foráneos que arribaban durante esos días para asistir a los espectáculos y en cada edición se percibía la eclosión en todas sus vertientes de un arte que, nacido como el jazz en la infamia, asimilaba cuanto de las demás se ponía a su alcance pero eso no lograba romper la inercia de gente incapaz de comprenderlo ni embeber a la clase empresarial en la muleta de un negocio prometedor por más que estuviera ante la vista que aquello tenía las mismas posibilidades que la eclosión primaveral de cien años antes, cuando el comercio y la industria contribuyeron a su realce.
Se buscó –como siempre– la mejor programación, se intentó encontrar fórmulas que permitieran la producción de espectáculos, se siguió encargando los carteles a autores de renombre internacional como Luis Gordillo o Tapies, se los desplegó en forma de banderolas por la ciudad, se creó –por primera vez– un equipo estable, se cuadraron las cuentas del debe y el haber, se conectó con las universidades y se dieron becas de investigación...
Fueron aquellos años en los que la Bienal luchó contra la fugacidad del tiempo y contra quienes pensaban que el tiempo estaba inmóvil. O, simplemente, que no existía.