García Baena

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16 ene 2018 / 19:15 h - Actualizado: 16 ene 2018 / 19:15 h.

La muerte del poeta Pablo García Baena ha segado una de las raíces más hondas de esa Córdoba entendida como un sentimiento interior que ya sólo habita en la memoria y en el alma. El poeta de paso menudo y presencia discreta idealizó la ciudad que le vio nacer al evocar su propia generación literaria en un «horizonte cordobés de cal y cipreses, de campanas vesperales y piedras palpitantes, de naranjal y río...»

Era una Córdoba celeste que, de alguna manera, ya había pintado y sublimado –algunas décadas antes de la génesis del grupo Cántico– el pintor Julio Romero de Torres. Seguramente no existe ya, más allá del trampantojo de ciertas postales que buscan los objetivos y los móviles de última generación de los turistas.

El poeta forma parte del alma culta de la ciudad de Góngora y el duque de Rivas. Pero también fabrica su propio parnaso para alejarse de la fealdad, el desarrollismo y el derribo cotidiano que convierte en ruina lo que acaba siendo sueños de belleza.

Don Pablo levanta una urbe que, más allá de un punto geográfico o un damero urbano, se convierte en un hecho literario. No cuesta demasiado trazar paralelismos con otra ciudad, levantada en la orilla opuesta, 138 kilómetros río abajo. Es la misma estela que ya había marcado José María Izquierdo con otro lenguaje. En ella convergerían también –de una u otra forma– Romero Murube, Cernuda, Chaves Nogales, Juan Sierra, Núñez de Herrera, Laffón o Montesinos para crear otro cuerpo literario, una ciudad soñada que aún sigue alimentándonos.