Yo quiero escuchar tus palabras y saber que estás vivo. Saber que nada te falta. Porque si me acerco y te miro, si consigo mantener la calma, tu rostro encarnado entre astillas perfectamente humanas, me dice que estoy en lo cierto. No guardes silencio, habla.
Por más que lo pienso, le doy vueltas a una idea, no supero la distancia del tiempo. Cuatrocientos cincuenta años ya desde que nació el responsable de tu hermosa hechura. Juan Martínez Montañés hizo de la madera tu ser, y esa piel tan verdadera. Imagen de Cristo humillado, en tus formas nazarenas, viste la luz ya cansado, agachando la cabeza.
Aquella vez primera que el escultor tuvo ante sí su obra maestra, ¿qué no diría? Si eres el Hijo en toda tu figura. Fue hombre de talento el que te vio nacer. Quizás reprodujo la visión que tuviera de los cielos. ¿Cómo se asume que únicamente hablar no puedas? Llenas Sevilla de pasión, de fuerza, de la más doliente de las bellezas.
Que me perdone el Salvador, que tantas veces le importuno. Entro y casi no salgo porque quiero volver a contemplarte. Cuéntame con esos ojos, Señor, que no eres solo producto del arte más hermoso. Que tu gesto es la evidencia de que un amor que no es de la Tierra, logró sacar de aquel tronco el vivo reflejo de Dios.
Busco la salida a tientas pues mis ojos se han borrado de emoción en tu presencia. Reconozco que hablo a ciegas, que me embriaga tu misterio, y no resuelvo la pregunta. Aquí, sentada frente a tu semblante. Contigo entre el silencio, eterno, omnipresente. Parada en el lugar de siempre. Donde provoco el encuentro cada una de las veces. Sólo acierto a pedirte que me hables.
Casi no alcanzo a verte desde fuera, cuando recorres la ciudad. Ocurre que el Jueves Santo mi cauce es el río que dejan las lágrimas de la Victoria. Y qué otra cosa si no el triunfo es lo que descubro mientras te observo. Te prometo, con la voz apagada, que aunque deje de pensar, no controlo lo que siento. Se escapan todos mis suspiros repasando tu silueta, pierdo el control en un impulso y te pido lo que tu propio imaginero por entonces te pidiera: Habla, Señor. Habla.
El producto de mi imaginación me permite soñar con tus movimientos. No lo juro pero sí lo creo, que pude verte mover el torso a modo de contracción, buscando el aire que tu cuerpo necesita. Cuando caminas no te llevan, confiésalo, que te escuchen quienes puedan. Llevas tú ese andar de plata que estremece suavemente el corazón. Son fieles tus devotos, Señor de Martínez Montañés, de la túnica morada, de la sangre en la sien. Del dolor impreso en la dulzura de tu tez morena, en tus manos de bronce. Cristo de la postura serena y la espalda cansada del peso que llevas.
Dibujas con tus pasos el amor en la historia, como lienzo en blanco de Sevilla, ciudad que se sube a tu cruz y se encoge en tu rostro, nazareno. Perdura el enigma del escultor, esa forma de introducir el alma en tu madera para que casi pudieras respirar. ¿En qué estaría pensando Juan Martínez Montañés? Culminó un poema perfecto, de realismo a escala romántica, con la gubia tallando en verso.
Descubrí que existe la suma belleza mirando tu estampa, inigualable. Y sólo acierto a pedirte que no guardes el secreto. Tú sabes bien que aquí, inmóvil, delante de ti, yo no me atrevo a tenerlos. Habla, Señor de Pasión. Sólo te falta hacerlo