El próximo día 4 de diciembre, el martes que viene, se van a cumplir 42 años de la muerte de uno de los mayores genios que ha dado el cante flamenco. Esto se suele discutir bastante, pero José Tejada Martín, que así se llamó Pepe Marchena, era un genio porque nació con un don y luego fue capaz de mandar en el cante durante medio siglo, dejando una obra monumental y una escuela importante. Todo eso siendo un cantaor perseguido miserablemente por cierto sector de la crítica y la flamencología, tanto en sus comienzos como a lo largo de toda su trayectoria artística. En sus comienzos, a pesar de que lo avalaban, siendo aún un niño, cantaores como Chacón, Fosforito el de Cádiz, Pareja de Triana o la mismísima Niña de los Peines, que fue siempre su más rendida admiradora.
Estos días se le cita mucho porque comparan su caso con el de esa cantante catalana que tanto ruido está formando, Rosalía. Solo hay que escuchar los primeros discos del Niño de Marchena y los dos de esta muchacha para comprobar una vez más que las comparaciones son odiosas y, a veces, como en este caso, estúpidas. Con Marchena ocurrió ni más ni menos que lo mismo que pasó con otros genios del cante. Antonio Mairena era abucheado en su propio pueblo cuando cantaba en algún teatro o sala, porque no gustaba que cantara como los viejos gitanos. Y sus paisanos, en general, no comenzaron a valorarlo hasta que no le dieron la Llave del Cante en Córdoba, en 1962, ya con más de treinta años de profesional y con casi sesenta años de vida.
Algunos pretendieron encasillar al Niño de Marchena bajo la etiqueta de “cantaor de moda”, pensando que su nueva manera de hacer el cante y una voz tan peculiar como única, serían algo pasajero. Un siglo después de que saliera aquella voz nueva y vieja a la vez, aún se sigue hablando y escribiendo de él casi a diario y en muchos lugares del mundo. Marchena es, pues, un clásico del cante andaluz, tan clásico como Silverio, Chacón, Manuel Torres o la Niña de los Peines. Un clásico del cante flamenco, aunque aún haya quienes no lo reconozcan como un cantaor de cante jondo, sino como una especie de cantante aflamencado. Como Rosalía, vaya.
En Sevilla no hay nada que recuerde al Niño de Marchena, con lo sevillano que fue y la de años que vivió en esta ciudad. Nació en Marchena, es cierto (1903), pero voló pronto del pueblo, primero a Écija y luego a Sevilla, que fue donde se hizo artista. Era muy joven cuando cantaba en El Novedades con el Niño Medina, Tomás y Arturo Pavón. Esto, después de que recorriera todos los pueblos de Sevilla con Pepito el Pinto, El Carbonerillo y el Niño de la Huerta. Ya formado, Rafael Pareja se lo llevó a Madrid y el viaje a la capital de España fue determinante para su consagración en la nueva figura del cante, con el apoyo de Chacón, que le llamaba La Vieja, y el gran guitarrista madrileño Ramón Montoya.
Pero Marchena era muy sevillano y la base de su cante era de Sevilla. Amó con locura a esta ciudad, siendo algunos años vecino de la calle San Pedro Mártir, donde nació Manuel Machado. Antes, tuvo una habitación fija, todo el año, en el Hotel Colón, porque al Maestro de Maestros le gustaba el lujo, vivir bien y vestir mejor todavía, con zapatos hechos a medida y trajes que solo se podían permitir los grandes artistas del cine, los toreros o los señoritos. Se bañaba a veces en colonia, por su obsesión con el aseo, y jamás se puso el mismo sombrero dos veces seguida.
Pero sobre todo, Marchena fue un genio cantando, un creador. Gachó como olivo, lo que fue un problema casi siempre, aunque él no lo llevó mal nunca. Es más, era un enamorado de los artistas gitanos: Pastora Pavón, Carmen Amaya, Manuel Torres, Tomás Pavón, Mojama, Ramón Montoya, el Cojo de Málaga... Cuando murió Manuel Torres, pobre como una rata, con cinco niñas pequeñas y viuda joven, Marchena se encargó de que toda la recaudación de su actuación aquella noche del 22 de julio de 1933, se destinara a sufragar los gastos del entierro. Como sobró mucho dinero, miles de pesetas de entonces, se lo entregó a la viuda y con ese capital estuvieron viviendo bien una larga temporada.
El 4 de diciembre de 1976, estaba en un bar cuando me enteré de su muerte viendo la televisión. Apenas sabía quién era, pero sentí un extraño escalofrío. Todavía tengo ese escalofrío.