Voces, gritos, pateos y murmullos, el patio estaba caliente. Hasta dieciocho veces, en una intervención de cincuenta minutos escasos, tuvo que pedir amparo Josep Borrell al Presidente del Congreso. No lo dejaron hablar. La táctica estaba bien orquestada y resultó efectiva. Tras la intervención mañanera y gris del Presidente Aznar, tocaba el turno al primero de los secretarios generales socialistas elegido en unas primarias. Un 12 de mayo de 1998 el profesor catalán Borrell se perdía en el frondoso griterío de un Congreso no apto para pieles delicadas. Aznar se lo advertiría luego con su particular sorna. Sin mover el bigote le dijo: “bienvenido, se le nota que es nuevo en estas lides”. El técnico discurso de Borrell quedaría así hecho trizas por no saber sobreponerse a las visibles trampas de un territorio hostil. Los abucheos fueron tan intensos que resultaba imposible seguir la perorata plagada de cifras.
Albert Boadella, director de la compañía Els Joglars y amigo de Borrell, lo llamaría un par de semanas después para ofrecerle sus servicios. Aceptó de buen grado, así que quedaron una mañana en el teatro. Cuando Borrell llegó encontró en el escenario un atril similar al del Congreso. Boadella le pidió que subiese a la tribuna y que, sin más, empezase a declamar el discurso con el que se había estrenado en el debate sobre el estado de la nación. Borrell pensó que su amigo le iría corrigiendo las formas verbales y gestuales, pero muy pobre habría sido la lección si hubiese ocurrido de ese modo. Al poco de haber iniciado su discurso el jefe de la oposición, de los laterales del escenario comenzaron a salir actores de la compañía, uno con un tambor, otro con una trompeta, aquel dando palmas y el otro recitando poemas. Formaban un espectacular griterío. Borrell se detuvo y fue entonces cuando Boadella le enseñó la regla de oro del foro: “sigue, ¿por qué te paras?, el protagonista eres tú”.
El solo hecho de plantear que la investidura de un Presidente de Gobierno puede hacerse de forma virtual o por poderes es una forma cínica de despreciar el valor que para la política democrática tiene la palabra, el discurso, la réplica y la dúplica. La confrontación de ideas en democracia exige de todo lo que somos: voz, cuerpo e inteligencia. A la plaza pública, al foro, va uno a defender lo que cree con total convicción y entrega. Ver si quien habla suda, escuchar si su timbre de voz se quiebra o mirar sus manos por si le tiemblan, es requisito necesario para medir en su totalidad lo que valen exactamente sus palabras. El Borrell de 1998 y el de 2017 son el mismo, pero curiosamente sus discursos no han tenido la misma trascendencia. Aprendió tan bien lección que hasta supo callar a quien le gritaba.
El gobierno responde ante el Parlamento, es claro. No abusen más de nuestra paciencia.