Hiperactivos

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Álvaro Romero @aromerobernal1
19 abr 2019 / 18:49 h - Actualizado: 19 abr 2019 / 18:52 h.
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Su madre -que madre no hay más que una y tantas veces con una se basta y se sobra- me cuenta el caso de su hijo hiperactivo marginado no por los chiquillos que, dicen –solo dicen- no tienen conocimiento, modales, educación, sino por las madres de los chiquillos que enseñan –solo dicen que enseñan- a sus hijos todo eso de la igualdad; por su parroquia, donde predican –solo predican- todo eso del amor al prójimo.

Al chiquillo, que será muchacho, hombre, anciano hiperactivo –porque la hiperactividad de veras se domestica acaso pero jamás se cura- lo invitan a muchos cumpleaños, porque la ingenuidad de sus compañeros no cuenta con el retorcido plan de sus mamás, pero todavía no ha ido a ninguno. Cuando él cumplió, que también cumple, los invitó a todos, y todos se ilusionaron con acudir, porque los niños son niños y tienen almas de niños y no ven más allá de las sonrisas instantáneas, afortunadamente, pero no fue nadie. Cuando fue a hacer la Primera Comunión, el cura le perdonó las catequesis, es decir, que le pidió por favor, por amor de Dios, que se quedara mejor en su casa para que allí no estorbara, como si el aprendizaje, la educación, la integración no fueran escalones de un camino muy largo que se parece demasiado a la vida, sino una pose más de esa pose perpetua en que estamos enseñando a los niños a vivir para que nos hagan olvidar que son niños, es decir, para que no nos estorben.

No importa cómo se llame el niño ni su madre, pero sí nos debería importar que todas esas lecciones de integración, convivencia, igualdad, respeto, solidaridad y empatía que hacemos aprender de memoria a los niños no están sirviendo de nada si a continuación no practicamos con ellos los correspondientes ejercicios prácticos, que no se hacen sobre un folio fotocopiado, sino sobre las horas reales del largo vivir en el que solo los enseñamos -hipócrita, dolorosa, malvadamente- a decir unas cosas y hacer otras, a que la vida de verdad nadie la cuenta, sino que la sufren en soledad quienes tienen la mala suerte de nacer al otro lado de esta selva sobre la que legislamos.

Por debajo de las leyes a borbotones, es la moral la que nos salpica. Así que cuidado.