Historia positiva de La Corchuela (V)

A los tradicionales arriados afectados por el azote ancestral de las inundaciones se unieron los que Gregorio Cabeza llamó «arriados de secano». Fue una definición nueva y oportuna que pondría en evidencia otra faceta crítica hasta entonces desconocida

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29 jun 2017 / 21:56 h - Actualizado: 29 jun 2017 / 21:58 h.
"Andalucía eterna"
  • La prensa recordaba los muertos de la guerra. / El Correo
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La Secretaría de Viviendas y Refugios, adscrita a la Alcaldía de Sevilla y considerada municipal en documentos oficiales y por la opinión pública, nunca fue creada y reconocida administrativamente por el Ayuntamiento. Durante diecisiete años, desde 1961 hasta 1977, fue protagonista de los hechos sociales más significativos de la segunda mitad del siglo. Por este organismo «inexistente», sin acuerdo de creación ni partidas en los presupuestos municipales, pasaron las adjudicaciones de viviendas para 33.578 familias, más de ciento cincuenta mil personas; organizó el funcionamiento de veinticinco refugios; controló la evolución de más de medio centenar de suburbios, de centenares de viviendas en ruinas... Y todo sin contar con una peseta del presupuesto, sólo administrando las modestísimas aportaciones de los alojados en La Corchuela y las donaciones de particulares.

De manera que a los tradicionales arriados afectados por el azote ancestral de las inundaciones provocadas por el Guadalquivir y el Guadaíra, junto con sus arroyos afluentes, se unieron los que Gregorio Cabeza llamó acertadamente «arriados de secano». Fue una definición nueva y oportuna que pondría en evidencia otra faceta crítica hasta entonces desconocida, como era la existencia del «suburbio interior» de Sevilla, tan grave como el «cinturón de la miseria» que la circundaba por la periferia urbana.

Este hombre, al frente de la Secretaría de Viviendas y Refugios desde el principio al fin de su existencia, entregado totalmente a su tarea, conoció en directo las raíces del problema de las viviendas ruinosas y sus efectos negativos tanto en los vecinos habituales como en las nuevas generaciones que buscaban una vivienda para fundar sus hogares. Los primeros sumaban miles de familias que vivían en total hacinamiento y promiscuidad en casas en ruinas o corrales de vecinos en condiciones infrahumanas en el casco antiguo de la ciudad. Los segundos habían creado un nuevo grupo social que impulsó a Gregorio Cabeza a defender la continuidad de los alojamientos de La Corchuela en 1977, cuando fueron derribados sin valorar sus consecuencias negativas. Entonces, Gregorio Cabeza dijo que «la impopularidad que conllevaba la existencia de La Corchuela era preferible para poder seguir prestando ayuda a todos los que sin tener su casa en ruina, tenían la «ruina» de no tener casa». Y afianzó su criterio en favor de mantener los alojamientos, añadiendo: «Nadie derriba los hospitales cuando terminan las epidemias».

Las familias alojadas en La Corchuela sumaron treinta y dos durante 1969. En 1970, fueron ciento noventa y nueve. En 1971, doscientas cincuenta y tres... En total, desde el 14 de octubre de 1969 hasta el 30 de agosto de 1977, en los mil alojamientos fueron atendidas alternativamente 3.219 familias, compuestas por 12.143 personas.

Desde mediado de octubre de 1969, cuando hubo que utilizar los alojamientos sin estar terminados, y ante la gravedad de la situación, el entonces capitán general de la II Región Militar, duque del Infantado, envió la maquinaria pesada del Regimiento de Ingenieros para que ayudara a resolver los problemas de los accesos al refugio. En pocas semanas, se realizaron movimientos de tierra, se nivelaron las zonas necesarias y fueron terminados los accesos. También el Ejército ayudaría a resolver otros muchos problemas iniciales de falta de infraestructuras. Desde el capitán general hasta el más modesto soldado, todos se volcaron en ayuda de las familias sin techo.

En pocos meses, lo que había sido tierra de labor se convirtió en una barriada nueva, modesta, pero con todos los servicios básicos asegurados. Para quienes venían del infierno de los corrales de vecinos infrahumanos y las viviendas ruinosas, La Corchuela, pese a estar tan alejada de la ciudad y situada en mitad de una finca agrícola, era el paraíso, el comienzo de una nueva vida con la esperanza de poder alcanzar una vivienda social recién construida.

Las primeras semanas de La Corchuela fueron muy penosas por las inclemencias del tiempo y la falta de accesos y línea de transporte. Las lluvias habían convertido en barro las tierras de labor. La Secretaría de Viviendas y Refugios acudió a la empresa de transportes públicos «Los Amarillos» en demanda de ayuda, que fue concedida por el gerente y entonces capitular sevillano Carlos Armando Carvajal. Con fecha 22 de noviembre de 1969 comenzó a funcionar el primer servicio entre Sevilla (Estación de Autobuses del Prado de San Sebastián) y La Corchuela, al precio de 3,50 pesetas el billete, prácticamente el costo. Los autobuses salían cada media hora. Poco después se estableció otro servicio entre La Corchuela y Dos Hermanas, para la gente que iba al pueblo a trabajar y de compras.

La movilización social fue ejemplar. Una empresa sevillana hizo donación anónima de siete toneladas de cemento para los pabellones escolares. La empresa de Germán Ferreiro, importadora de maderas tropicales, ofreció todas las puertas necesarias para las escuelas y la iglesia, así como las bancas para el centro escolar y el templo. Rafael Llamas, en nombre de Cementos Asland, envió seis camiones de cemento para las primeras pavimentaciones. Bloques San Pablo aportó veinte mil ladrillos para las obras de la guardería infantil.

La solidaridad fue siempre un testimonio generalizado, como cuando hubo que construir los pabellones de Charco Redondo en terrenos cedidos por la Diputación Provincial. Entonces se volcaron las Hermandades de las Penas de San Vicente y de la Estrella, así como los Círculos de Labradores y Mercantil, cuyos hermanos y socios, respectivamente, aportaron el dinero necesario para costear varios pabellones. Incluso el cardenal arzobispo, José María Bueno Monreal, puso a disposición de la Secretaría de Viviendas y Refugios toda la planta baja del Palacio Arzobispal, así como los templos que fuesen necesarios para acoger a los damnificados por la riada y los desahuciados por ruina de sus viviendas.