Impacientes, hipersusceptibles, fácilmente irritables, propensas al insulto, escondidas en el anonimato de la red, inclinadas al sectarismo... son los calificativos que mejor cuadran a las personas que más ruido hacen en las redes sociales a propósito de casi cualquier tema en discusión.
Los algoritmos que aplican las multinacionales tecnológicas alimentan el malestar difuso que se expande por la nube a través de millones de pantallas, sirviendo redundancia ideológica, política o religiosa a los integristas de todo tipo y condición.
El extremismo se combate con pluralismo, leyendo periódicos de distintas tendencias, yendo a las fuentes de las noticias, contrastando los datos que nos suministran, consultando las webs de los partidos que no coinciden con nuestras ideas, recabando segundas opiniones. En definitiva, poniéndose en la piel del prójimo, abriendo nuestra mente a las nuevas ideas, desarrollando el espíritu crítico y estimulando nuestra curiosidad.
Pero las plataformas digitales, los buscadores, nos sirven más de lo mismo a partir de los intereses y deseos que detectan en nuestro comportamientos. Compartimos queriendo o sin querer nuestras inclinaciones políticas, los gustos gastronómicos, las películas que vemos y los libros que leemos. Por eso, tenemos que diversificar nuestro consumo cultural y “engañar” a los sistemas de inteligencia artificial que siguen y rastrean nuestras huellas digitales.
Debemos huir de las etiquetas ideológicas, de los encajonamientos y de las simplificaciones, hay que dialogar con gentes de otras culturas y razas, reflexionar antes de actuar y pensarnos dos, tres o las veces que sean necesarias lo que vamos a decir en una nota de voz o escribir en un correo o en la mensajería instantánea. La mejor receta es tranquilizar, relajar la conversación permanente en la que estamos metidos todos los que tenemos una personalidad virtual y no nos escondemos tras un seudónimo o un avatar.