No pasó nada. Cada uno se expresó como quiso, según sus sensibilidades, y ejerció su libertad de expresión como convino. Ganó el fútbol y perdió el Gobierno y con él, su idea de la libertad y los valores constitucionales.
La vicepresidenta del gobierno, que salió en apoyo de su delegada en Madrid, en vez de cesarla, argumentó razones técnicas para la prohibición de la estelada, como si una decisión en esta materia no necesitara de la sabiduría, escasa, y prudencia política.
Este gobierno nos tiene acostumbrados a que mande Merkel, lo insólito es que ahora pretendiera poner por encima del ordenamiento jurídico español, a la UEFA, y de camino, a su hombre en España, Villar, o a Tebas, tan españoles y, sin embargo, tan escasos de valores democráticos y honestidad. La víctima iba a ser, hasta que habló un juez, la libertad de expresión, ideológica o a la propia imagen, ignorando incluso la jurisprudencia constante del Constitucional, que ha afirmado en repetidas ocasiones, que la Constitución no exige democracia militante, es decir, que ser puede ser republicano, independentista, ejercer sus derechos, respetando la ley, y no pasa nada.
La derrota se extendió al integrismo españolísimo que pretendió utilizar al Sevilla, no se dejó, y al fútbol, después de denunciar la politización del fútbol, para sus propios ardores patrios. En su incoherencia, no dudaron ni siquiera en prescindir de sus colores, los béticos en algunos casos, para enfundarse los del eterno rival. Todo por España. Pusieron en barbecho sus colores y olvidaron a Eduardo Galeano: «se puede cambiar de todo, de mujer, de religión o de partido político, pero nunca de equipo de fútbol».
Al final, banderas de todo, de España, senyeras, de Andalucía, esteladas y arbonaidas soberanistas, hasta franquistas y no faltó la bandera de Panamá, seguramente en representación de más de un españolazo de palco cambiado de camiseta y de patria, si es que por parné es menester.