Siempre, sin faltar nunca a la costumbre, encendía su habano con un billete. Lo hacía, eso decía, como un acto íntimo de liberación, un hábito sano, añadía, por lo que tenía de rebeldía y contestación y, además, el puro sabía mejor, eso comentaba mientras soltaba el caliente y espeso humo de la primera calada, la única que se tiraba a pecho después de que una médica le advirtiese de que sus pulmones habían llegado al punto de la saturación. En su país todos los billetes, y los había de muchos valores y colores distintos, llevaban impresa la cara de un Rey que había ido envejeciendo a la par que él. En su juventud no dio importancia al hecho de que la anhelada transición terminase en monarquía parlamentaria, nada es perfecto le decía a los suyos, hasta las revoluciones son jodidamente humanas.
La culpa la tuvo el tiempo, se lo confesaría mucho después a la médico de ojos azules que después de revisión profunda de su tórax aceptó compartir con él un ron en el bar que mejor lo servía de toda la ciudad. Los síntomas llegaron poco a poco, de forma casi imperceptible. Un día simplemente empezaron a picarle los ojos justo en el momento en que el Rey y la Reina salían en la televisión saludando a un grupo de colegiales. Ese mismo picor volvería a producirse una mañana que tomaba un café y leía en el periódico la recepción que la familia real había dispensado al embajador de no sé cual emirato árabe. Los ojos llorosos y los pinchazos le durarían hasta después del almuerzo. Pero no fue hasta meses más tarde que no relacionaría los síntomas con su verdadera causa. Alergia a la monarquía, se diagnosticó a sí mismo después de pasar por muchas consultas y someterse a muchas pruebas de contraste. Sin remedio y sin medicinas, por lo tanto. Hasta que descubrió la vacuna que ya conocen. Quemar un billete y encender con él su puro del día lo inmunizaba ante la presencia de los reyes, pero eso no evitó que su republicanismo se convirtiese en obsesión militante.
Nunca se supo quien lo delató. El fiscal pidió la pena máxima y fue condenado a 18 meses de prisión por injurias a la corona. Alegó en su defensa que los hechos que se le imputaban siempre habían quedado en la esfera íntima de su terraza, pero para los severos magistrados fue determinante que Manolillo, un sonriente y menudo vecino de tan solo seis años, le preguntase a su padre que por qué el vecino de enfrente quemaba al Rey todas las mañanas. El papá, un hombre de orden, no supo qué decirle, así que llamó a la policía.
Los miembros del partido republicano recuerdan esta historia cuando celebran su congreso anual. Se reparte un puro y un billete falso con la cara del Rey a cada congresista y entre todos forman una humareda considerable. El republicano sigue siendo un partido muy minoritario y un porcentaje elevadísimo de sus militantes lleva una vida sana, tan solo fuman dos o tres.