Inocente ERES

En los procesos penales se entra inocente y no se pierde esta condición en ningún instante del mismo. Sólo se es penalmente culpable cuando se dicta sentencia que así lo declare expresamente

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14 dic 2017 / 08:25 h - Actualizado: 14 dic 2017 / 08:27 h.
"Tribuna","Caso ERE","Juicio de los ERE"
  • Inocente ERES

Dejarse llevar por estados de opinión puede ser un acto inocente, lo que suele suceder cuando la opinión no afecta en modo alguno a terceros, o por el contrario un acto pernicioso en grado sumo, como suele ocurrir cuando una corriente de opinión pública hace mella en el honor de alguna persona. Cuando un estado de opinión se instala en la sociedad es extremadamente complejo intentar revertir la situación, por no decir que en la mayoría de ocasiones el intento se transforma en empresa titánica inútil, incapaz de desplazar un centímetro la idea que la sociedad ha ido cuajando y haciendo suya como verdad incontrovertible.

Los estados de opinión no surgen espontáneamente, sin embargo. Tienen un lento e interesado proceso de elaboración a cargo de sujetos que, con interés particular declarado u oculto, pretenden que una determinada tesis sobre un asunto de interés general sea acogida como certeza liquida y amoldable, de desmentido casi imposible por tanto, por una sociedad propensa a comprar opiniones simples y aficionada a impartir justicia con minúsculas. Sin lugar a dudas, dependiendo de la mayor o menor sofisticación de los ciudadanos, es decir, de su mayor o menor grado de cultura política y jurídica, sucederá que estos estados de ánimo se instalen con más o menos rapidez e intensidad. En esta idea de cultura se incluye la manera en que se vive y actúa el proceso democrático y, señaladamente, los modos en que se desarrolla la contienda entre los diferentes rivales políticos, la existencia o no de zonas de respeto en el ejercicio de la crítica política y, entre otras, el gradiente concreto a partir del cual se comienza a asumir la responsabilidad política por errores propios o ajenos en la administración de la cosa pública. Todo esto cuenta a la hora de medir la salud democrática de una sociedad y, en consecuencia, su nivel de dureza y refracción frente al pérfido filo de vulgares estados de opinión que, más allá de poner fin a carreras políticas –objetivo que puede ser legítimo si se queda en los límites de la discrepancia ideológica–, pueden terminar destrozando la vida de personas inocentes –un mal gratuito e innecesario, pues vulnera derechos fundamentales de la persona para ponerlos al servicio de razones espurias disfrazadas de ideología–.

En los procesos penales se entra inocente y no se pierde esta condición en ningún instante del mismo, ni siquiera cuando se decreta la excepcionalísima prisión provisional. Sólo se es penalmente culpable cuando se dicta sentencia que así lo declare expresamente. Hasta ese momento final, la presunción de inocencia debería ser resistente a todo intento de suplantar y adelantar el veredicto final de los jueces (titulares en monopolio de la función de juzgar). Ello no es óbice para que como ciudadanos podamos conformarnos una opinión sobre un caso penal determinado, o podamos dar nuestra opinión sobre cuál debería ser el veredicto en un determinado proceso. Por descontado que el temor a un (pre)juicio en plaza pública no puede llevar a prohibir que se informe de un proceso penal, mucho menos si ese juicio afecta a personas de relevancia pública (en el sentido constitucional del término, representantes públicos). Los tribunales (profesionales) no actúan en el vacío.

Lo que el valor constitucional de la presunción de inocencia quiere evitar es que, a fuerza de (in)formar una concreta opinión pública en favor de un veredicto de culpabilidad, los magistrados vean menoscabada su (apariencia de) independencia frente a quienes deben ser juzgados con todas las garantías por un tribunal competente e imparcial. La recta administración de justicia se tuerce cuando la opinión pública creada en torno a un proceso no permite pensar siquiera en un veredicto de inocencia. Los juicios paralelos en los medios de comunicación son una práctica que, además de lesionar los derechos de las personas juzgadas, dañan nuestro patrimonio constitucional común, pues ponen en riesgo algo tan sensible como el prestigio de nuestros tribunales de justicia, es decir, su necesaria apariencia de neutralidad e imparcialidad, su exclusivo sometimiento a la ley. Por todo ello, incitar al público a formarse una opinión sobre el objeto de una causa pendiente puede estar coadyuvando a que los tribunales de justicia vean usurpada su función, lo que sería tanto como colaborar en el derrumbe de nuestro Estado de Derecho (por todas, STC 136/1999).

Ayer comenzó el conocido como juicio de los ERE. Pues bien, convendría recordar que penalmente todos los procesados son inocentes hasta que no se demuestre lo contrario. Y que durante el proceso deben poder defenderse en pie de igualdad y no bajo la pesada losa de un pre-juicio social. Por otra parte, la mayoría de los imputados ha respondido políticamente ante la sociedad, y acaso deba ser esto lo que más nos importe. Por lo menos tanto como debería hacerlo la presunción de inocencia.

Fernando Álvarez-Ossorio es profesor de Derecho Constitucional de la Universidad de Sevilla.