El año 2018 se abre, prácticamente, al mismo tiempo que el acuerdo sobre las Atarazanas que a mí me recuerda lo de aquel chiste en el que el traje recién cosido no hacía arrugas si su propietario llevaba el brazo derecho a media altura, el izquierdo, en otra determinada posición y flexionaba las piernas de una determinada manera. Sobre las Atarazanas ha quedado todo el mundo conforme porque una parte se excava y otra no, las paredes que taponan los arcos de la calle 2 de Mayo se dejan aunque se abre por allí una puerta... Tan de acuerdo están quienes antes litigaban que, incluso, están de acuerdo en que aún no sabe para qué va a servir aquello aunque indudablemente, tendrá un destino americanista.
Pero si cuando América se descubre las atarazanas ya no cumplían la función para la que habían sido edificadas, ¿por qué se ha sido tan puntilloso en salvar la cota originaria de la que arrancan los arcos y tan terminante en la negativa a quitar los paramentos –muy posteriores– que rellenan los arcos de la calle hay tanta manga ancha para decidir que, sea lo que sea, se piense lo que se piense, el contenido deberá ser americanista? Pues porque, desgraciadamente, en esta ciudad sigue dándosele más importancia a la cáscara que al huevo, al ruido que a las nueces. Con esas coordenadas en la aguja de marear, en vez de poner rumbo a un nuevo mundo, se ha tomado la dirección de siempre. Llegaremos a 2020 y más allá para descubrir que, en realidad, no hemos estado yendo a ninguna parte sino mareando la perdiz.