Podría culpar a los emojis –que tienen ya hasta película– de este simplismo ciego que nos corroe como civilización arrojándonos a un extremo o al contrario, pues esos 6.000 millones de caritas que nos enviamos a diario en Occidente podrían considerarse una de las causas de tanto despropósito en una sociedad que prefiere resolver la complejidad de la vida con un emoticono porque siempre es más rápido y barato que una quedada con cervezas, pero yo prefiero considerarlos, en cambio, una de las consecuencias. Ya antes de estos emoticonos –pobres iconos de emociones raquíticas–, estaban las banderas. Ya me entienden. A la barbarie de los símbolos les sumamos la intransigencia de los iconos. Todos mudos y peligrosos. Con lo sano que sería hablar, empaparnos de conversación, serpear por los meandros de la razonabilidad, manosearnos las personalidades a matizazo limpio, discutir hasta sobre lo que estamos de acuerdo para enriquecer lo acordado tras el baño de palabras. Pero no.
Los emojis provocan tantas discusiones, malentendidos y hasta rupturas como las banderas. Porque uno le envía a su pareja una de estas caritas y la otra persona la entiende como le da la gana, faltaría más. Y uno se encuentra a cualquiera por la calle, envuelto en una bandera de España, de Cataluña o de la República, y saca sus ligeras conclusiones. No hay más que hablar. Sin recapacitar en que los iconos y los símbolos, tan mudos ellos, son más engañosos que incluso los indicios, que solo a veces terminan convirtiéndose en pruebas de algo.
Pero no escarmentamos. Nos creemos la falacia de que hablar es antiguo; que la educación moderna debe huir de la redacción; que el debate con palabras, sin proyecciones conductistas, es cosa del siglo pasado. Y así consolidamos una manipulable juventud que habla de sentir los colores, que nos contesta a cualquier complejidad con un emoticono monosilábico, que prefiere unir con flechas, mientras considera eso de Parlem? pura publicidad callejera.