La esencia del cristianismo

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04 nov 2018 / 06:04 h - Actualizado: 02 nov 2018 / 17:07 h.
  • La esencia del cristianismo

Pocas religiones son tan complejas como la religión judía en su normativa moral y en sus prescripciones rituales. Según los especialistas, las normas que imponia el Pentateuco eran 697. Abarcaban todos los ámbitos de la vida, el culto, la vida de familia: la vida política y económica, las profesiones, los alimentos, la comida, la higiene personal, etc. Todas estas prescripciones eran vividas por los judíos observantes y temerosos de Dios. Hoy las observan, sobre todo, los judíos ortodoxos, conocidos como Hassidim. Representan un 10% en Israel y son identificables por sus vestimentas peculiares y los tirabuzones que nacen de sus sienes.

Precisamente porque el número de prescripciones era exagerado, ya desde el principio de la historia de Israel, se busca reducir tal cantidad de preceptos a un número mínimo. El libro del Deuteronomio, como escucharemos en la primera lectura de este domingo, los reduce a uno solo: “Escucha Isael, el Señor nuestro Dios es solamente uno. Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas. Las palabras que hoy te digo quedarán en tu memoria, se las repetirás a tus hijos y hablarás de ellas estando en casa y yendo de camino, acostado y levantado”. Es el célebre Shemá Israel, que los judíos deben recordar dos veces al día. Cuando van a la sinagoga atan estos versiculos del Deuteronomio en las muñecas y en la frente. Los sitúan también en unas tablillas en las jambas de la puerta de la casa, y las tocan y las besan con devoción al entrar y salir. Otro recordatorio de la soberanía de Dios sobre nosotros es la kipá o solideo que los judíos varones llevan en la cabeza para recordarse que Dios se encuentra por encima de ellos, por lo que tienen que comportarse de acuerdo con la ley divina.

La Palabra de Dios de este domingo nos habla de la soberanía de Dios. Para muchos contemporáneos nuestros, la adoración del Dios vivo y verdadero que se nos ha manifestado en Jesucristo, es una actitud difícil e, incluso, insoportable. A poco que observemos la realidad que nos circunda, concluiremos que el mundo actual es un mundo autosuficiente y orgulloso de sus avances técnicos, un mundo que ha alumbrado una antropología sin Dios y sin Cristo, considerando al hombre como el centro y medida de todas las cosas, entronizándolo falsamente en el lugar de Dios y olvidando que no es el hombre el que crea a Dios, sino Dios quien crea al hombre. Para una parte de la cultura moderna, la adoración y sumisión a Dios entraña una alienación intolerable. Por ello, la cultura occidental, ensimismada y cerrada a la trascendencia, ha renunciado a la adoración y reconocimiento de la soberanía de Dios y, como consecuencia, ha perdido el sentido del pecado y de los valores permanentes y fundantes.

En este domingo todos estamos llamados a aceptar con gozo la soberanía de Cristo sobre nosotros y nuestras familias, entronizándolo de verdad en nuestro corazón, como Señor y dueño de nuestros afectos, de nuestros anhelos y proyectos, de nuestro tiempo, nuestros planes y nuestra vida entera. Que hagamos verdad hoy y siempre aquello que cantamos en el Gloria: “...porque sólo Tú eres Santo, sólo Tú Señor, sólo Tú Altísimo Jesucristo”.

Pero el Evangelio de este domingo nos descubre también la novedad del mensaje Cristiano. Un rabino al que preocupa la multiplicidad de preceptos del judaísmo y que querría verlos reducidos a lo esencial, pregunta a Jesús: ¿Cuál es el mandamiento principal y primero de la Ley? El Señor le responde diciendo que son dos los preceptos principales de la nueva ley. Recordando el texto del Deuteronomio, amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, añade Jesús que siendo éste el primero, el segundo es semejante a éste: amarás a tu prójimo como a ti mismo.

Aquí está la novedad del mensaje cristiano: frente a un amor restrictivo, vigente en Israel, reducido a los de la propia raza; en una sociedad en la que estaba vigente el ojo por ojo y diente por diente, Jesús predica un amor universal, incluso a los enemigos, a los que no piensan o no votan como yo, son de distinta religión, de distintas culturas o costumbres. Cualquier hombre o mujer por ser imagen de Dios, tiene una dignidad inmensa, es hijo de Dios, redimido por la sangre preciosa de Cristo, y en consecuencia es hermano mío. Jesús ha querido identificarse misteriosamente con nuestros hermanos. Por ello, el menosprecio, la explotación y la injusticia contra un semejante, es un menosprecio y un delito cuyo destinatario es el Señor. Otro tanto debemos decir de las ayudas o servicios que prestamos a nuestros hermanos. Esta es la mejor prueba de nuestro amor a Dios, pues como nos dice san Juan, si alguno dice que ama a Dios y no ama a su hermano, es un mentiroso.