La primavera, que no solo altera la sangre, se presenta movida para las urnas. Vamos a tener fiesta de la democracia para rato. Más bien fiestuqui inagotable que empalmará la música de los mítines para las generales con la campaña de las municipales, y como ahora los coches electorales son tan modernos en los pueblos, ya no solo tirarán octavillas como billetes falsos, sino que entonarán esas cancioncillas rancias, cursis o ratoneras que se nos acaban metiendo en la cabeza mientras portarán pantallas espectaculares con los programas de cada cual sintetizado en cuatro imágenes estupendas para que el ciudadano medio decida qué le conviene. Todo ello sin menoscabo del bombardeo de confeti que nos espera en las redes sociales, por supuesto.
En 28 días, que es lo que va de una regla a la siguiente, vamos a tener dos elecciones, que al final resultan como dos partos. Primero las generales, que no serán el domingo de ramos ni el de resurrección -menos mal, porque entre tales domingos se encierra toda la pasión y hace falta sangre fría para votar-, sino el siguiente, el de la feria del ganado de mi pueblo, lo cual parece una metáfora sarcástica.
Habrá que recomendar responsabilidad porque, hablando de democracia y libertad, lo de la fiesta es un decir, y en todo caso lo peor son, luego, las resacas. Luego no vale decir que la noche nos confunde porque se vota de día, ni que no imaginábamos tan radical a tal o cual candidato, o que uno parecía bueno y fíjate y otro parecía antipático y tendríamos que haberlo votado. Ni vale que nos quedemos en el sofá mientras hay votantes que votarían dos veces si los dejaran. La fiesta dura un rato y sus consecuencias, cuatro años, o sea, una buena parte de nuestras vidas.
Miremos nuestras vidas, comprendamos nuestro entorno, acordémonos de familiares, amigos y vecinos, contextualicemos, leamos los programas, analicemos las propuestas, escuchemos a los candidatos, tengamos memoria, reparemos en sus contradicciones, torpezas, engaños o promesas increíbles, sopesemos las necesarias utopías, pongámonos en la piel de nuestros hijos. Y entonces, solo entonces, pensemos en una papeleta. Para nuestro municipio y/o para nuestro país, que son realidades diferentes, faltaría más.
Cuando votamos, estamos siendo corresponsables de la deriva de toda nuestra sociedad. No debería bastar con ser mayor de edad; deberíamos demostrarlo.