La guitarra de mi padre

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14 jun 2016 / 09:46 h - Actualizado: 16 jun 2016 / 09:48 h.
"Excelencia Literaria"
  • La guitarra de mi padre

No tengo dinero; no me hace falta cuando tengo mi guitarra. Es acústica y muy hermosa. Ninguna otra iguala su color, pues no es ni café ni burdeos, ni siquiera marrón. Aunque una persona descuidada podría nombrarla con cualquiera de esos colores.

Era de mi padre y fue lo único que me legó. De hecho, la guitarra fue lo único que tuvo.

¿Para qué querría el dinero si tengo la música en mis manos y mis dedos imprimen magia en sus cuerdas bailantes? ¿Para qué llorar la ausencia de mi madre si exhalo mis sufrimientos mediante canciones?

Nunca me hablaron de ella. Sólo sé que abandonó a mi padre para irse con algún fulano. Pero lo que me faltó de madre lo tuve de padre. Él me enseñó a tocar, me enseñó a dominar el sonido para que las personas tuvieran algo con qué reír o con qué llorar.

Me gano la vida de camión en camión, con los pesos sobrantes de los pasajeros que saborean la música que mis manos hacen. A veces me siento solo, a pesar de saber que tengo a Gabo. Desde chavos nos conocemos y compartimos nuestras ganancias.

—¿Qué pasó, Gabo? ¿Qué conseguiste hoy? —le suelo decir al final del día.

—Nomás cincuenta pesos —me responde.

—Pues me ganaste, canijo, que yo traigo treinta y cinco.

—¿Qué pasa?... ¿a la gente ya no le gusta cómo tocas?

—No lo sé, carnal —admito.

Y es la verdad, porque cada vez me dan menos los que se suben al camión. Así que me tienta salir a lavar coches, como Gabo, o malabares, como Martín.

Pero si mis dedos dejaran de tocar, me moriría. Por eso, aunque apenas gane un peso diario, no dejaré nunca de tocar. Siento que ayudo a la gente, que con mis canciones olvidan todo cuando les apena, sus preocupaciones, sus tristezas, sus odios... Por eso no toco para mí.

La música me sale del corazón gracias a mi amor por Claudia. Casi todos los días voy a visitarla. Hoy es uno de esos días. El anochecer está cerca y el cielo se ha cubierto de nubes. Mi corazón, al contrario, está soleado. Late deprisa cuando pienso en ella. Camino hasta el mercado y allí me la encuentro. La miro a los ojos...

Ella me sonríe. Nunca ha estado tan bonita. Trae un vestido azul y negro.

Guitarra en mano, cruzo la calle y la saludo agitando el brazo. Ella también lo hace. Pero tan absorto estoy que no me doy cuenta de que un coche se dirige hacia mí y me golpea.

Me envuelve la negrura.

Estoy vivo, aunque me duele la cabeza. Claudia se ha arrodillado a mi lado. ¿Cómo no voy a darle gracias a Dios?...

—¡No te pares! Quédate acostado —me pide mientras saboreo su voz. Pero trato de moverme, aunque me duele todo el cuerpo—. Alex, quédate quieto —me vuelve a decir.

Alex. Ese es mi nombre. Alex y su guitarra. Inseparables, decían. Escribo “decían” porque no sé dónde quedó mi guitarra. La tenía en la mano. Así que me levanto aunque me duela todo el cuerpo.

—¡Mi guitarra! ¿En dónde está mi guitarra?... —pregunto mirando a todas partes.

—Alex —ella es casi la única que me llama por mi nombre desde que mi padre falleció—. Un hombre acaba de pasar por aquí, la agarró y se fue corriendo.

Quiero gritar. De enojo, de miedo, de desesperación. Pero ni siquiera gritar puedo. Se han llevado todo lo que tengo, mi modo de ganarme la vida. Me lo han robado justo en frente de mis narices. Siento que ya no puedo más, que la vida se me va de entre las manos como la arena...

Tres días después del hurto estoy con Claudia vendiendo la fruta sobrante del mercado. Ya no tengo mi instrumento, pero tengo a Claudia y a Gabo, y eso es más importante que la guitarra.

Al terminar la jornada, Claudia me pide que vaya a su casa.

—Tengo algo para ti —me anuncia sin poder contener una sonrisa.

Saca un estuche de cuero y me lo pone en las manos. Lo abro.

—¡Un violín!

—Ya nadie lo usa en mi familia.

—Gracias —me tiembla la voz.

—Si quieres, puedo enseñarte a tocarlo.

Días después me declararé, pero eso es otra historia. Ahora que la guitarra ya no está, me doy cuenta de que mi papá no podía estar entre sus cuerdas. Lo sigo teniendo en el corazón y en la memoria, y eso no lo puede quitar ningún ratero.

Autor: Sebastián Iñaki Lizárraga, 14 años. Colegio Liceo del Valle A.C. (Guadalajara, México)