Más de 6.000 palestinos están actualmente encarcelados en prisiones israelíes, 644 de ellos en detención administrativa, es decir, sin haber pasado por un proceso judicial. Los cargos van desde la pertenencia a movimientos cívicos o políticos o el lanzamiento de piedras, hasta la posesión de armas y delitos de sangre contra civiles y soldados israelíes.
Marwan Barghouti, el líder palestino más importante en la cárcel –y el más popular, según las encuestas– emitió antes de ayer su primera declaración desde el anuncio de que la huelga de 42 días se suspendía el pasado domingo, poniendo fin a las más largas protestas organizadas por prisioneros palestinos en la historia de Israel. Pese a ello, Barghouti afirmó que la huelga podría reanudarse tras la finalización de las fiestas de Ramadán si los acuerdos alcanzados con el servicio penitenciario de Israel no fueran respetados.
Pudiera parecer que la huelga se ha limitado a perseguir modestas mejoras en las condiciones de los prisioneros palestinos en cárceles israelíes, pero su significado político es mucho mayor: En una sociedad que ha sido dividida geográficamente y políticamente desde 2007, con la división entre Hamas y Fatah y el golpe de estado de facto de Hamás en la Franja, la división entre la sociedad civil organizada y un gobierno cada vez más autoritario de Ramala, la propia división interna dentro del liderazgo del partido de gobierno y mayoritario en la OLP, Fatah, y las crecientes desigualdades entre las clases dirigentes y una mayoría privada de derechos, la huelga de hambre ha servido para galvanizar por primera vez desde 2007 a la sociedad palestina y la clase política alrededor de una causa única. Una causa, la libertad, que no es en última instancia tan distinta para los miles de presos palestinos en cárceles israelíes, que la de aquellos otros palestinos y palestinas que viven en esas grandes cárceles al aire libre que son muchos pueblos y ciudades palestinas.
Este proceso de reunificación palestina llega en un momento clave: la huelga de hambre que han mantenido durante 40 días ha coincidido con el arranque de las conmemoraciones por el 50 aniversario de la ocupación de la Franja de Gaza, Cisjordania y Jerusalén Este por parte de Israel, en la guerra de seis días de 1967.
En este contexto, el presidente Palestino, Mahmoud Abbas, se ha visto obligado a apoyar públicamente a los huelguistas, pero en privado se ha mostrado temeroso ante la influencia de Barghouti, un hombre a menudo descrito como el Nelson Mandela palestino y que cuenta con el favor mayoritario de la sociedad palestina, incluyendo a amplios sectores simpatizantes de Hamas. No es por tanto sorprendente que el presidente palestino lo haya marginado repetidamente dentro de Fatah.
Así, durante el desarrollo de la huelga, la principal preocupación de Abbas ha sido que la huelga de hambre llegara a generar tal ola de simpatía por Barghouti y sus compañeros que las protestas se extendieran a todo el territorio y provocasen enfrentamientos violentos con las fuerzas de seguridad israelíes, lo que hubiera dañado aún más su frágil liderazgo y sus esfuerzos para persuadir a Trump de que se deben retomar las negociaciones con Israel donde él y Olmert lo dejaron en 2008.
Sin embargo, ¿qué opciones reales tiene Abbas de alcanzar un acuerdo con Israel? El statu quo se ha hecho más soportable para una minoría de palestinos gracias a los miles de millones que la comunidad internacional invierte para sostener al gobierno palestino, crear condiciones de prosperidad para las élites dirigentes en Ramallah y para disuadir a la población de enfrentar el conflicto. Abbas parece haberse contentado con la gestión de las negociaciones de paz, pero carece de contrapesos para poder culminarlas con éxito.
Israel, por su parte, ha optado sistemáticamente por el estancamiento en lugar del acuerdo. La razón es obvia: el costo del acuerdo es mucho mayor que el costo de no hacer un trato. Los daños en los que Israel corre el riesgo de incurrir en un acuerdo son enormes. Incluyen quizás la mayor agitación política de la historia del país, la rebelión violenta de algunos colonos judíos y sus partidarios, divisiones dentro del ejército, menos margen de maniobra en futuras guerras y menos tiempo para reaccionar ante un ataque sorpresa. El país cesaría la explotación de los recursos naturales de Cisjordania, incluido el agua, perdería ganancias al administrar las aduanas y los impuestos derivados del comercio palestino y pagaría el gran precio económico y social de tener que reubicar decenas de miles de colonos.
Sólo dos cosas pueden salvar este obstáculo: un acuerdo más atractivo, o que la ausencia de este resulte menos atractiva. La primera de estas opciones ha sido probada extensamente, desde ofrecer a Israel la plena normalización con la mayoría de los estados árabes e islámicos hasta relaciones prometedoras mejoradas con Europa, garantías de seguridad de EEUU y mayor asistencia financiera y militar. Pero para Israel estos incentivos palidecen en comparación con los costos percibidos.
La segunda opción es hacer que el statu quo no compense. Bajo el liderazgo de Abbas, los palestinos han sido incapaces de obtener más de Israel que pequeñas concesiones destinadas a contener las posibles revueltas y restablecer su control sobre el territorio al más bajo coste posible.
Hasta que los Estados Unidos y Europa formulen una estrategia para hacer que el escenario al que se vea abocado Israel sea menos deseable que las concesiones que haría en un acuerdo de paz, serán también responsables del régimen de ocupación militar que siguen preservando y financiando. Pero esto sólo ocurrirá cuando se produzca la suficiente presión internacional, que debiera focalizar una parte de su atención sobre los presos políticos.
El liderazgo sudafricano sucumbió a esta presión y produjo un nuevo amanecer al liberar de su prisión a su principal preso «terrorista», Nelson Mandela. Los acontecimientos de las últimas semanas demuestran que Marwan Barghouti está claramente disponible para desempeñar un papel tan histórico como el de Mandela en relación con Israel.