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La medina andaluza

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03 jul 2018 / 22:18 h - Actualizado: 03 jul 2018 / 23:33 h.
"La última (historia)"

Desde que la visité por primera vez a mitad de los sesenta, siempre me pareció Medina Azahara un lugar singular, casi mágico, plantado en el paisaje, a los pies de la sierra cordobesa, como la verdadera Córdoba lejana y sola del verso de la Canción del jinete de Federico García Lorca porque era el único yacimiento arqueológico de Europa –¡y de todo el Norte de África!– que no se parecía en nada a los demás.

Los demás eran, o arqueología griega, o arqueología romana o ruínas medievales románicas o góticas. Éste era distinto: pertenecía a la Historia Marginal europea, esa asignatura que aun está por descubrir.

A partir de ahí, cada vez que tuve la ocasión de llevar allí a amigos de otras latitudes europeas, lo hice para que se asombraran de lo que tenían ante sus ojos a pesar de que, durante muchos años (hasta que en el primer año de este siglo se realizó la gran exposición que, a la postre, terminaría con la apertura de uno de los mejores museos –y uno de los más desconocidos– de España) Medina Azahara permaneciera en el estado permanente de abandono en el que quedó tras la caída del califato cordobés a principios del siglo XI.

Entonces cayó en el olvido y, de hecho, desapareció hasta los primeros tiempos del siglo pasado en los que volvió a ver la luz y poco más hasta la restauración de la democracia en España y la consecución de la autonomía en Andalucía: fue ahí cuando se le fue sacando brillo a los restos más altivos de la vieja ciudad palaciega califal.

Ahora Medina Azahara ha sido declarada Patrimonio de la Humanidad. Ese título me parece inapelable pero no tanto algunas de las principales razones que se han esgrimido para la concesión del galardón: la de que «la ciudad constituye un ejemplo único de laarquitectura, el arte y la cultura omeya en Occidente».

El enunciado sigue echando mano de uno de los cliché más sobado de cuantos pululan por los renglones de la Historia: el que hace del binomio Oriente–Occidente un sinónimo de islam–cristianismo olvidando que, desde el siglo IV de nuestra era, no eran otra cosa que las dos partes de un Imperio Romano centrado en el Mediterráneo, su Mare Nostrum. Era ahí donde lo occidental y lo oriental –referidos a Roma y a Constantinopla– adquirían un carácter geográfico y cultural, no religioso. Tan romanas eran Córdoba Sevilla como Damasco tras la caída del imperio; aquí el saber se resumía en la obra de San Isidoro y allí en la de San Juan Damasceno, maestro –precisamente– de Abderramán I que muere sólo un año antes de la llegada de éste a las costas de la Betica.

¿Cuando cambia todo? Pues todo cambia cuando, un siglo después, se instala en la Historia el mítico 711 como el año del comienzo de una nueva era ante la cual parece desvanecerse toda la cultura anterior de uno de los territorios más romanizados del imperio y, en su lugar, se instala la que ha venido de fuera. De esta manera la familia Omeya, derrotada en Siria y de la que sólo queda un miembro, Abderramán, hace florecer «en Occidente» lo que, hasta entonces, había estado «en Oriente». Nadie, al parecer, ve que el mihrab de la mezquita cordobesa es bizantino y que el sistema para elevar los arcos de sus columnas es el mismo que, en tiempos de Roma, se había usado en el acueducto de Mérida, que la métrica de la poesía andalusí es latina y similar a la de todas las lenguas romances, que las casas del sur peninsular siguen los mismos cánones que las de Itálica y que lo mismo le sucede al sistema hidráulico del Albaycín granadino...

Nada de eso pudo impedir que, conforme avanzaba la Edad Media, se consolidara el mito de que cuanto existía en Andalucía era «regalo oriental» a una tierra «occidental» no en el sentido geográfico sino religioso. Por eso no existió ningún tapujo a conceder nacionalidad «española» a todos los reyes godos cuyos nombres, desde Ataulfo a Don Rodrigo, debíamos aprender de corrido los de mi edad cuando éramos niños (algo que inexplicablemente no ocurría con los que habían reinado después) mientras sigue sin tenerla (y esta declaración de la UNESCO lo confirma) Abderramán III aunque reinara más de 30 años y llevara a uno de los reinos peninsulares, el de Al–Ándalus– a una altura esplendorosa que, al final serviría para que toda España no se hundiera en la «negra noche» de la Edad media europea. ¿Por qué un belga de la Casa de Austria, consorte de Juan la Loca –Felipe I el Hermoso– o un francés de la Casa de Borbón –Felipe V– son españoles y el Omeya Abderramán III, después de casi dos siglos de que su tatarabuelo llegara a Almuñécar, sigue sin serlo?

Quienes le han concedido a Medina Azahara el certificado de Patrimonio de la Humanidad se han permitido recomendar que a la ciudad califal se le cambie ese nombre por el de Madinat al–Zahra contraviniendo el método de pulimentación de las palabras que su uso continuado opera en todas las lenguas. ¿Por qué, si la palabra medina es algo corriente en la toponimia española como para que existan ciudades con ese término en Andalucía, Extremadura, Castilla... ha de cambiarse?

Creo que no debería hacerse caso a esa recomendación. A lo largo de los siglos fue el lenguaje de la gente el único que nacionalizó esta Córdoba lejana y sola llamada Medina Azahara.