La muerte de las cruces

Pareció que la fiesta retornaba pero la realidad ha demostrado que determinados cambios en la vida habían sido para las cruces lo que las herraduras del caballo de Atila para la hierba

Image
30 abr 2018 / 12:06 h - Actualizado: 30 abr 2018 / 12:08 h.
"La memoria del olvido"
  • Procesión de la cruz de mayo del colegio Tabladilla. / El Correo
    Procesión de la cruz de mayo del colegio Tabladilla. / El Correo

Lo pregonó la voz del Pali: «Cruz de Mayo de Sevilla/ tradición que el tiempo ha roto...» porque aunque, con la vuelta de la democracia y el despertar del sentimiento andaluz, pareció que la fiesta retornaba, la realidad ha demostrado que determinados cambios en la vida habían sido para las cruces lo que las herraduras del caballo de Atila para la hierba.

El ciclo anual de la naturaleza fue engranaje de la vida desde una antigüedad remota y, especialmente, en la franja climática de la Tierra –la templada– donde cuatro estaciones con siembra, germinación, floración y fructificación dan la vuelta al año lenta y gradualmente y, como si se tratara de un libro o del tímpano de las puertas góticas de las catedrales, explicitaba el misterio de la aparición y la desaparición de la vida. Ello dio lugar a muchos mitos (de los que, seguramente, el más conocido sea el de Isis y Osiris) y de éstos, a su vez, se desprendieron ritos que congregaban a multitudes.

Tal vez, tras el mito, los seres humanos descubrieran el ritual (o recurrieran a él) para conjurar fuerzas inexplicables o, lo que es lo mismo, buscando adaptarse instintivamente a las leyes de la Naturaleza y, superando los temores mediante la realización del ceremonial, sentir que, estando en paz con aquellas, también podían quedar en paz consigo mismos.

A principios de mayo, en el Mediterráneo, las fuerzas que impulsaban la vida brotaban con toda su fuerza: florecían los campos y los jóvenes buscaban pareja. Las fiestas en las que el protagonista era un árbol alrededor del cual se bailaba, prendieron en cientos o miles de enclaves de los más variados países hace sabe dios cuantos siglos. Las Cruces de Mayo no son más una de sus muchas variantes.

Cuando en la Iglesia Católica se decidió dedicar cada día del año a unos santos o a la conmemoración de un hecho histórico –o, aparentemente, histórico– al 3 de mayo le tocó el de la Invención de la Cruz o sea, el mítico descubrimiento «arqueológico» del madero en el que había sido crucificado Jesucristo, atribuido a Elena, la madre del emperador Constantino. Ése fue el principio de la fiesta litúrgica pero mucho antes, en los inicios de la Edad Media, los monjes evangelizadores del interior de Europa, al encontrarse con rituales parecidos en la, los bautizaron; dejaron que la gente continuara llevando a cabo sus ritos, solo que cambiando el culto al árbol por el del «árbol de la salvación»: la cruz.

La labor catequética de los primeros benedictinos fue la misma de los que –también eran de la misma orden– llegaron a Andalucía con Fernando III y por quienes, dos siglos y medio después, se empeñaron en cristianizar el reino de Granada. De este modo se repitió en el Albaicín del siglo XVI el proceso que había tenido lugar Lebrija, el Andévalo o la Sierra de Huelva en el XIV. Será casualidad pero lo cierto es que las fiestas populares de las cruces (la celebración canónica siguió inmóvil, anclada en la liturgia universal de misa y procesión con el canto de la letanía de todos los santos) siempre estuvieron en aquellos lugares donde a sus habitantes les faltaban papeles que dieran fe de ser «cristianos viejos». La falta de documentos fue suplida en cada lugar por la transmisión oral y, de esta manera, en cada lugar tomó su propio rumbo y se diversificó en ceremonias, coplas, costumbres y comidas distintas pero, debajo de cada una de ellas latía el pálpito primaveral del ciclo vital que las había originado.

Desde los pueblos la fiesta de la Cruz llegó a Sevilla seguramente con gentes parecidas a las que trajeron el cante de las saetas o las devociones a Vírgenes y romerías rurales. Llegó para afincarse en los corrales de vecinos, con las mismas señas de identidad y las mismas sevillanas «corraleras», y para saltar a las casas-palacio cuando la cultura tradicional a la que la Ilustración había dado de lado se convirtió en rasgo identitario burgués.

Las cruces de mayo se vistieron entonces de suntuosos bailes sociales primaverales que competían con los que, cada invierno, organizaban –y siguen organizando– las distintas corporaciones vienesas. No hubo familia rica o con pretensiones que no organizara la suya para hacer lucir en ella a sus hijas y, por eso, la escena del patio neomudéjar adornado con cadenetas se hizo viral en las novelas, los cuadros, los sainetes, comedias y películas costumbristas.

Eso mismo pretendían aquellas que seguían organizándose en los patios de vecindad de los barrios del centro o en las plazas más populares de los pueblos, presididas siempre por un «tribunal de mujeres» que, armado de almireces, sonajas y panderetas (instrumentos legados por la decimonónica «gente del bronce») juzgaba a los pretendientes de sus hijas.

El desarrollismo de los años sesenta del siglo pasado, aunque fuera lo menos que se despachaba en desarrollo, no sólo se llevó por delante las dos cavas trianeras mandando a sus habitantes –gitanos y gachós– a las traseras de Triana, a San Juan de Aznalfarache, a los Diez Mandamientos, a Santa Genoveva...

Mientras las plazuelas se llenaban de seítas, se instalaron los pick-up de los guateques en las azoteas.

Las cruces de algunos pueblos resistieron. Parecía que podrían sobrevivir pero no las dejaron: sobre ellas se abatió otro «novio de la muerte», el ordenancismo absurdo que, en forma de decreto, las nombraba Fiestas de Interés regional o nacional. A pesar de lo que pensara Francisco Palacios, el Pali, el tiempo no rompió sino que perdió uno de sus relojes más antiguos.