Ahora que tanto se insiste en lo marginada que ha estado la mujer en el flamenco, algo que no es cierto –es un buen negocio decirlo mucho para trincar dando charlas o coordinando ciclos culturales–, estaría bien destacar no solo la importancia de la mujer flamenca en todas las facetas de este arte, cante, baile y toque, sino como creadoras de estilos en casi todos los palos de la baraja flamenca. No hay ni un solo palo del cante donde alguna cantaora, gitana o no, no haya dejado su capacidad creadora o su impronta personal. En todas las épocas, además, desde los mismos orígenes de lo jondo.
Así mismo, la mujer andaluza ha sido forjadora de escuelas. Por ejemplo, la escuela sevillana del baile, la mejor de todas. Aunque se la atribuyen con frecuencia a Matilde Coral, la gran maestra de Triana, lo cierto es que empezó a ser importante esta escuela ya con las boleras sevillanas, que hubo decenas, pero sobre todo destacaron Petra Cámara, Manuela Perea La Nena y Amparo Álvarez La Campanera. Sin ellas, la escuela del baile sevillano no hubiera tenido la importancia que tuvo en todo el mundo, sobre todo en Europa. Luego, en la etapa ya flamenca, llegaron las gaditanas Gabriela Ortega y Rosario Monje La Mejorana, las Coquineras del Puerto, tres hermanas que hicieron historia en Sevilla, las Roteñas de Rota, las jerezanas Josefa la Charrúa, su sobrina La Malerna y La Macarrona.
Ahora que se acerca la Semana Santa se hace necesario destacar el papel de la mujer en la saeta, uno de los palos más difíciles del cante jondo. Es algo que no se ha hecho casi nunca y mucho menos un estudio de cómo influyen no solo en la creación de estilos, sino en su divulgación. Cuesta entender este cante sin las cantaoras, desde las de mediados del XIX, que ya las cantaban, hasta nuestros días. Por ceñirnos a Sevilla, la máxima figura de este palo era la Niña de los Peines, que cuando cantaba en uno de los balcones de la Peña El Liberal no cabía la gente en la calle Sierpes.
Entre lirios y claveles
un carpintero cortó
una cruz pesada y fuerte.
El Cantaor sevillano Luis Rueda me contó que un Jueves Santo, Pastora cantó seis saetas en la calle Sierpes y que cuando se fue la gente había en el suelo un mar de camisas rotas, de los gitanos que iban detrás y que no encontraron otra manera de rendirle honores que rompiéndose sus camisas. El mismo cantaor me dijo también que Joselito el Gallo se puso de rodillas una noche, cuando Pastora acabó de cantarle tres saetas a la Macarena, de la que era muy devoto.
Antes que la Niña de los Peines, una de las reinas de la saeta era María Valencia La Serrana, una de las hijas del cantaor jerezano Paco la Luz. Aunque esta artista nació en Jerez, siendo una adolescente se afincó en Sevilla y murió anciana en la Alameda de Hércules. Fue una gran seguiriyera y, por tanto, una saetara de reconocido prestigio que trajo formas jerezanas aprendidas en su propia casa, dándole una hondura extraordinaria a un estilo de saeta, el sevillano, que era muy musical pero más liso, casi como un pregón o un rezo en voz alta.
Imposible dejar de traer aquí a Encarnación Fernández Sol, La Finito de Triana. No era de Triana y llegó ya a arrabal siendo una mujer con años, aunque ella dijera que se había criado en el barrio sevillano. Era hija de La Rubia Guapa, cantaora también sevillana y destacada saetera también. La Finito, hermana del banderillero Finito de Triana, era imprescindible en los balcones de Sevilla y competía a veces con la propia Niña de los Peines, a la que en alguna ocasión le metió las cabras en el corral. Y no solo a Pastora Pavón sino a Centeno o Manuel Vallejo, que fueron dos saeteros monumentales.
Pero si hubo una saetera estrella en Sevilla fue Rocío Vega Farfán, La Niña de la Alfalfa, nacida con el pasado siglo en la localidad sevillana de Santiponce, aunque de niña se afincó en la Alfalfa, de ahí su remoquete artístico. Era cantante lírica y brilló en la zarzuela, pero acabó convirtiéndose en una especialista de la saeta y en la figura de este palo en Sevilla. No hacía un estilo de mucha enjundia, pero de una riqueza melódica extraordinaria y con un registro de voz propio de una tiple. Tal era su fama que Alfonso XIII la reconoció mediante documento firmado por él como la Reina de la Saeta. Murió en 1975 y desde entonces no ha habido una figura igual en Sevilla, a pesar de la calidad de Pili del Castillo o Mercedes Cubero, entre otras grandes intérpretes de este palo.
Además de las artistas citadas, Luisa Ramos La Pompi –hermana de El Niño Gloria–, Isabelita de Jerez y un sinfín de nombres que harían interminable este artículo marcaron la saeta flamenca en Sevilla. También podríamos referirnos a Jerez, Málaga o Granada, pero la cantidad de saeteras y saeteros que se concentraron en la capital andaluza en los años veinte y treinta constituyó un fenómeno único en toda Andalucía, y al decir Andalucía, decimos España. Ahora que tanto se da la matraca con lo del papel de la mujer en el flamenco, como si se hubiera negado alguna vez, estaría bien que en algún lugar del casco antiguo de Sevilla, en alguna plaza, se erigiera un monolito en honor de las grandes saeteras de Sevilla o que ayudaron a hacer grande la escuela saetera de aquí. Un reconocimiento a las grandes intérpretes y a las creadoras.
Toítos le cantan al Cristo
y yo a ti te voy a cantar
porque eres chiquita y bonita
Madre mía de San Román.