En las silenciosas siestas de nuestras infancias remotas, nuestras abuelas echaban el cerrojo y partían en dos la tarde, y aquel silencio reverberante de las tres en punto de la canícula se dejaba rasgar por el sordo rumor de una moto lejana a la que no necesitábamos ver para estar seguros de que era una Puch amarilla, mientras solo los mal lázaros y la pregonera de canastos y quincanas empapaba el aire asfixiante de la sombra con una sorda melodía... Pues ahora resulta que, como el aceite de oliva desde que los americanos decidieron valorarlo, los japoneses han descubierto que la siesta no es un tópico andaluz, sino un perfeccionamiento sureño de su inemuri, que puede traducirse como “dormir mientras estás presente”, lo cual es una solemne contradicción que deja bien parado al dormilón porque se supone que relaja su cuerpo mientras su alma está en alerta o algo así. En el país del sol naciente, el empresariado más exquisito ha empezado a habilitar dormitorios en sus oficinas para que los empleados puedan echar una cabezada, beneficiosa para la productividad. De modo que, como ya saben los publicistas, todo depende de las connotaciones y todo es política y lenguaje, por mucho que históricamente nos hayamos rebelado a creerlo. Siempre tienen que venir de fuera a descubrirnos la pólvora de dentro.
Fue en la década de los ochenta cuando los hijos de tantos pueblerinos lanzados a la urbe de una supuesta modernización se avergonzaron por primera vez de las sabias costumbres de sus padres al volver de la ciudad y renegar de la leche hervida, de los madrugones para la vendimia, de las sobras del puchero para hacer croquetas y de las siestas sagradas perfumadas de jazmines, aunque a continuación tuvieran que tragarse el rechazo de los turistas por el tetrabrik, hechizados por la magia de ordeñar una vaca, dispuestos a pagar por la experiencia de pisar uva en el lagar de sus películas y por cinco croquetas concretas a la deriva en platos como palanganas en los restaurantes pijos que fomentaban congresos del bienestar organizados por hoteles con tarifas solo para siestas de ejecutivos...
Aquellas siestas en las que solo nosotros permanecíamos despiertos, en mantas arrugadas frente a la tele sobre la que caíamos rendidos cuando ya había pasado el hechizo de la horita señalada, eran el ecuador licuante sobre el que nuestros padres se catapultaban hacia su segunda peonada en el mismo día, pero nunca fuimos capaces de internacionalizar el concepto ni de romper su connotación maliciosa de falsa pereza. Así que ahora los japoneses, que ya catapultaron nuestro flamenco, vienen a barnizarnos esa sabiduría ancestral de la tierra sobre la que solo fuimos capaces de sacudirnos los zapatos mirando hacia otro lado.