De adolescente trabajaba en el taller de pintura de Antonio Tocino, de Triana, y este buen hombre era aficionado a pintar al óleo. Estuvo meses trabajando en un retrato de El Cachorro y como me aburría todo el día encerrado en un sótano de la calle Constancia a la espera de que sonara el teléfono, que era mi cometido, una mañana cogí la paleta y los pinceles y me puse a retocar el lienzo, porque me encantaba el dibujo y no me gustó nada la expresión que le había quedado al Cristo de la Expiración. Me falló el pulso y le borré media nariz y parte del labio superior, queriendo dibujarle una sonrisa. Luego lo quise arreglar con aguarrás y retoques de reconstrucción facial y acabé de rematar la faena. Me quería morir. Cuando llegó el señor Tocino y vio su obra de arte hecha unos zorros me pidió una explicación, entre lágrimas, y no tuve valor para decirle la verdad. Su vida ya no fue la misma, creo que perdió la cabeza por completo. Un pintor pintaba un día/ la cara de la tristeza/ Un pintor pintaba un día/ Cuando acabá la tenía/ le dio tanta pena verla/ que le pintó una sonrisa. ~