Existen límites de velocidad, de edad para votar, para sacar tabaco de Gibraltar o de dinero que nos da un cajero. Lo asumimos con normalidad, pero nos escandalizamos si alguien quiere poner límites al humor. Quien les habla lleva más de 30 años dedicados a intentar hacer reír y personalmente creo que sí, que el humor, como tantas otras cosas, tiene un límite. Si creen que estoy de acuerdo en que alguien vaya a la cárcel por un tuit, se equivocan.
El problema está en quién debe poner ese límite. El primer límite para el humor lo debe poner el propio humorista. Yo le pongo muchos límites a mi humor. Me autocensuro muchísimo. Procuro no hacer daño (aunque a veces haya gente que piense que sí). El humor debe ser transgresor, políticamente incorrecto, rebelde, ácido, pero debe caminar sobre una delgada línea que no conviene traspasar.
Reconozco que vivimos una época difícil para el humor, pues a toda esta polémica se suma que el personal se la coge con papel de fumar por cualquier cosa. Hemos retrocedido décadas en este aspecto. Evidentemente vivimos en un país donde existe la libertad de expresión, pero tendremos que asumir que alguien pueda reaccionar de manera desproporcionada a eso que decimos.
Hay tantos humores como personas. Incluso hay quien no lo tiene. Lo que para uno es banal, para otro es un sacrilegio. Pero creo que no todo vale. Los límites, en todos los órdenes de la vida, aparecen cuando alguien se pasa de la raya. Pero ¿quién delimita esa raya? Complicado.