La Virgen sin nombre

Una Virgen María sin advocación, una Dolorosa con seis lágrimas repartidas con justicia entre sus dos mejillas

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20 mar 2018 / 19:27 h - Actualizado: 21 mar 2018 / 09:07 h.
"Cofradías"
  • Una de las puertas del convento de San Leandro. / Manuel Gómez
    Una de las puertas del convento de San Leandro. / Manuel Gómez

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Son muchas las advocaciones que, referidas a la Madre de Dios, hacen vibrar los corazones de Sevilla a lo largo del año: advocaciones de Dolorosas y Glorias, advocaciones sencillas, complejas, antiguas, contemporáneas... pero, al fin y al cabo, apellidos de María, Aquella que extiende sus brazos entre los que todos tenemos cabida; si Dios lo es todo y Su hijo fue hecho a su imagen y semejanza, basta con contemplar la Piedad Servita, aquella del Arenal o cualquier otra para darnos cuenta de que, si Jesús cupo en ese espacio, todos podemos hacerlo, y de ahí el milagro.

Es esta, sin embargo, la historia de una Virgen sin nombre o, mejor dicho, una Virgen María sin advocación, una Dolorosa con seis lágrimas repartidas con justicia entre sus dos mejillas, las de un rostro claro, pálido, apenas acariciado por los pinceles del artista, una Virgen anónima, una Madre tímida poco conocida debida a su timidez, pues escogió la clausura de San Leandro para mediar ante Su Hijo en la más hermosa intimidad. Es quizás esa la razón de que sus más leales valedoras, las hermanas que junto a la Pila del Pato dedican su vida a la oración, sean sus recaderas: bien es sabido que incluso las reinas necesitan de siervos para ejecutar sus planes, en este caso de salvación.

Esa Virgen a la que me refiero no tiene nombre. Quizás su soledad termine por convertirse en advocación; puede que sean sus lágrimas las que terminen rivalizando con las que se derraman cada Jueves Santo en Santa Catalina o en los Terceros, e incluso puede ser que su níveo y pálido rostro, reminiscencias de la Escuela Granadina, le preste algún día el título de Virgen de las Nieves. Igual que el Padre Cué tuvo un Cristo roto, yo conozco una Virgen sin nombre, pero me basta con llamarla Madre para que atienda mis súplicas. No es mi Virgen, pero me gusta saberme guardián de su secreto. Quizás por ello me siento tan especial desde que nuestras miradas se cruzaron aquel día.

Perdón, ¿acaso no le he relatado los hechos como debiera? Déjeme retrotraerme a ese día (no merita señalar cuál) en el que, impelido por la desazón del viento y la lluvia, busqué refugio en el templo situado en la Plaza de San Leandro. Empujando el pesado portón, me topé conmigo mismo y la soledad de una nave en la que el silencio se rompía con las cancioncillas que un grupo de religiosas entonaban desde el otro lado de una celosía escondida entre penumbras. Bajo al altar principal pude adivinar, no sin cierta dificultad, la imagen de una Dolorosa que lloraba con gran desconsuelo su gran pérdida. Intrigado, me aproximé con pasos vacilantes hasta postrarme a sus pies; no era mi intención inclinarme ante Su Majestad pero lo cierto es que allí me encontraba, indigno de su Gracia. Me sentía mínimo ante tanta belleza y, sobre todo, sorprendido, pues ninguna noticia tenía de que en San Leandro habitase tan magnífica talla. Me dejé llevar por las emociones y sentí cómo unas manos se acomodaban sobre mi cabeza. Con miedo a elevar la mirada, pregunté que quién era, y por respuesta escuché una vocecilla angelical que me dijo que era María. Ante mi insistencia por conocer su advocación, me contestó que ninguna tenía y que tampoco la echaba de menos. Mi curiosidad me llevó a preguntarle por su autoría, y por primera vez la escuché sonreír. Me contó que se sentía afortunada, pues fueron las manos de Samuel las que ejecutaron el rostro con el que al fin me atreví a enfrentarme. ¿Samuel? Pronto salí de dudas: Sí, mi hijo Samuel Santana, mi niño, el mismo al que he visto crecer moldeando con sus pequeñas manitas la plastilina y el barro, Samuel el silencioso, Samuel el humilde, Samuel el constante, Samuel el que siempre tuvo mi rostro en sus sueños y miedo de plasmar en madera esta mi faz por temor a recibir críticas, a ser vilipendiado. Curiosamente soy hija de mi propio hijo, un joven que jugaba a ser escultor y que, a base de esfuerzo, logró plasmar en cedro mi rostro y las manos con las que ahora te acaricio, las mismas con las que imparto el perdón a los que como tú se me acercan y son capaces de mostrar la verdad de sus corazones. Toma mi bendición y marcha en paz, ya sabes dónde resido; espero volver a verte pronto. El templo ya se va a cerrar, acude presto al portón y tira de él. Incrédulo por lo vivido, obré como se me había mandado. No obstante, las bisagras se me resistieron y la cancilla quedó entornada de tal modo que un rayo de tímida luz me impidió alejarme más de tres pasos y, volviendo sobre ellos, comprobé al sevillano modo que lo vivido no había sido un delirio. Asomado por la fisura que regalaba el vano, pude comprobar cómo la comunidad de religiosas, abandonando la clausura, se reunían en torno a la imagen y le acercaban a los carnosos labios una yemita dulce, la cual Esta agradeció secándose las lágrimas, ahora de alegría, con el pañuelo mientras conminaba a la superiora a que se dejara caer con unos cuantos más de esos sabrosos manjares que son delicias, nunca mejor dicho, divinas.

Desde entonces busco al joven escultor Samuel Santana para decirle que lo que él hace no es soñar, sino crear. Si alguien lo conoce, que lo ponga en contacto conmigo pues tengo un recado que darle: la Virgen sin nombre me pidió antes de irme que le dijera que aún estaba esperando a que sus manos gobernaran la gubia para moldear el cuerpo de un Cristo. Decía que echaba de menos a Jesús y había decidido que fuera Samuel el imaginero al que deseaba otorgar este privilegio.

Samuel, no tengas miedo: la Virgen sin nombre tiene un encargo para ti.