‘Landreíta’

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Miguel Aranguren @miguelarangurn
30 jul 2017 / 19:36 h - Actualizado: 30 jul 2017 / 19:39 h.
"Televisión"

Hay iconos populares que dan miedo: uno dice Josu Ternera y aunque no le pongas cara al asesino, te provoca un cosquilleo incómodo. Hay iconos positivos. Uno pronuncia Picasso y aunque no comprendas el significado de su obra rupturista ni la razón del precio que se paga por cualquier pieza de su inabarcable talento, haces tuyo el orgullo patrio de su firma inconfundible. Luego están los iconos de baratillo, que son como una colección de mecheros de usar y tirar, o de llaveros de feria, prescindibles y saludablemente olvidables, aunque el pueblo –que es quien proclama iconos– se empeñe en perpetuarlos.

Andreíta es icono de muchas cosas. En primer lugar, de lo que los españoles no deberíamos ser. No lo digo por la muchacha, de la que tengo pocas referencias, sino por el público que ha seguido sus pasos mediáticos (primero los de una bebé a una diadema pegada, después los de una niña con el rostro pixelado) con la gula de una cotilla de visillo que no desea para la protagonista ni bien ni mal, sino carnada que la alimente. Mérito de la prensa del colorín, indispensable para que durante los dieciocho años de Landreíta el público no perdiera la codicia de saber cómo eran sus rasgos, que la Ley –con toda justicia– nos impedía conocer.

Andreíta es icono de la coronación vacua. Utilizo el símil porque alguien enroscó sobre la testa de su madre el cursilísimo título que, tras su muerte, le calzaron a aquella inglesa privilegiada de ojos tristes. Landreíta es la infanta del vulgo, heredera de la princesa del pueblo, pimpampum de tantos hogares que vegetan en el ocio malsano de Telecinco, juguete roto de exclusiva entre la desintoxicación y la masacre estética. ¿Cuánto tardarán en hundirla en el mismo cieno? El negocio es el negocio, amigo.