El viernes 17 de junio de 2016 quedará grabado en mi memoria como uno de los días más oscuros, más tristes y más desilusionantes de mi vida profesional. En la hemeroteca de El Correo de Andalucía, el mismo lugar donde se reúne el consejo de redacción del periódico para imbuirse de 117 años de historia, encerrada en los volúmenes que reposan en las estanterías, tuve que comunicar a siete compañeros que la empresa editora no podría seguir contando con su lealtad y su compromiso, ni con su talento, ni con su profesionalidad, ni con su capacidad de sacrificio, aunque en la carta que lo explicaba, todos esos valores se redujeran a un frío y protocolario servicios. En ese mismo lugar presidido por una imagen del fundador de El Correo con su primer ejemplar entre las manos, tuve que pasar el duro trago de cerrar la puerta a quien me la abrió, Antonio Morente, de quien tanto he aprendido y que tantos buenos consejos me ha dado —ninguno malo— y a otros seis compañeros que me arroparon y creyeron en mí.
Hoy no toca explicar la medida en la que la decisión me correspondía, si la compartía o no. No es el momento de las justificaciones, sino de las explicaciones a los lectores que desde ayer no pueden seguir la firma de siete profesionales de la información. Ni las de los colaboradores que, tras indignarse al conocer que un párrafo de la carta que argumentaba la amortización de los puestos de trabajo hablaba de la potenciación de colaboraciones gratuitas, han decidido suspender las suyas para que no pueda ampararse la justificación de decisiones como esa en haber querido que su voz estuviera también difundida por el eco de El Correo de Andalucía. A todos los que me llamaron en las horas previas a la redacción de este artículo, para trasladarme fuerza y honor y para pedirme que entendiera su decisión, les dije lo mismo: «No era yo quien debía pedírtelo, pero no esperaba menos de ti». Desde hoy faltan en las ediciones de El Correo las voces de Fernando Álvarez Ossorio, de Mercedes de Pablos, de Paqui Godoy, de Juan José Téllez, de Kechu Aramburu, de Ramón Reig, de Reyes Aguilar, de Javier Aroca, de Carlos Rosado, de Marina Jiménez, de Marcos Quijada, de Antonio Yélamo, del Colectivo Senda, del Colegio de Periodistas... firmas a las que ya admiraba antes de tener nada que ver con El Correo, e incluso con el ejercicio del periodismo. Y su silencio es hoy, en cambio, la voz más alta, la más limpia y la más clara.
También he recibido el aliento de muchos compañeros que sienten también dolor por lo sucedido en las últimas horas, imaginando sobre todo la angustia que se ha encajado en los pechos de quienes son realmente las víctimas de esta situación: siete periodistas a los que se les ha venido a decir que mientras hubiera artículos con los que rellenar páginas, su trabajo era prescindible. A todos los otros periodistas y amigos que llamaban para transmitir el abrazo necesario les dije que sus palabras tenían mucho valor porque eran las palabras de un soldado a un soldado que, eventualmente, tuvo que asumir los galones, dando un paso al frente porque entendía que sus compañeros necesitaban un líder que hablara su mismo lenguaje. Pero un soldado, al cabo, que nunca quiso tener ínfulas de general, ni siquiera galones, y que se reconoce mejor a sí mismo en las trincheras del periodismo que en los despachos en los que se diseñan las operaciones.
Un periódico no se puede hacer solo con opiniones, por más que las opiniones sean del calibre y las tallas moral e intelectual de las que El Correo ha venido publicando. Un periódico tiene sentido para informar, y las informaciones tienen que hacerlas los periodistas, que son quienes cuentan con los rudimentos del oficio, con el código ético y profesional, con las herramientas, con el talento y con el compromiso social inherente a esta profesión, tan hermosa como maldita. Un blog no es un formato periodístico si no está elaborado por un periodista. Una cuenta de Twitter puede ser periodismo, pero solo si es la de un periodista. Incluso un periódico no será más que una colección de hojas impresas, un panfleto, si no está firmado por periodistas.
No es cuestión de soportes ni de espacios. Es cuestión de saber hacer, de experiencia y de profesionalidad. De no caer en la trampa de creer en el mal llamado periodismo ciudadano, que no es más que una excusa para desposeer de valor el trabajo del periodista, vocacional y comprometido por definición, y que no traslada a la sociedad una información veraz, sino posicionamientos interesados disfrazado de crónica objetiva, cuando no cumple con ninguno de los preceptos fundamentales del ejercicio de la profesión.
Antonio, Pepe, Juan Ramón, Juan Carlos, Irene, Nieves y Horacio sí lo hacen, y lo seguirán haciendo, pero no escribirán ya en las páginas de El Correo ni un solo trabajo, ni una línea, ni una letra que vaya encaminada a la defensa de la verdad y la justicia, como decía la célebre frase del propio Cardenal Spínola. Y lo justo era que este artículo fuera dedicado a ellos, y a los colaboradores que tampoco lo hacen desde hoy en estas mismas páginas. La verdad a la que también se refería el fundador de El Correo, es que todos ellos contribuyeron a hacer grande este emblema del periodismo que hoy se resiente. Tal vez como nunca.