Lebrija: de Nebrija a Villalón

El de Elio Antonio es el nombre más famoso de un pueblo que los tiene a montones en el flamenco, sobre todo en creación artística

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09 sep 2018 / 20:22 h - Actualizado: 09 sep 2018 / 20:03 h.
"La memoria del olvido"
  • Ancianos ante el monumento a Nebrija, en una foto de archivo. / El Correo
    Ancianos ante el monumento a Nebrija, en una foto de archivo. / El Correo

De las ideas que la semana pasada salían a relucir a propósito del conjunto de ciudades medias históricas de nuestro territorio emerge una de ellas, la prehistórica Lebrija, que puede servir de paradigma. La visión que se tiene desde las ruinas del castillo del territorio que la envuelve es muy parecida a la del mítico Mont Saint Michel en horas de bajamar: nada corta la inmensidad de la marisma que, tras las islas del Guadalquivir, se prolonga hasta Doñana. Es el escenario escogido por Fernando Villalón para su Toríada, la obra que quiso revivir la epopeya de Gerión, escrita en el cortijo de La Señuela. El monte de Saint Michel señalaba la frontera disputada por ingleses y franceses en la Guerra de los 100 años; aquí, en la ermita de la Virgen del Castillo, de traza mudéjar de mediados del XIV, naves de arcos de herradura y un Cristo gótico articulado para dramas sacros, hay otra mucho más sutil que no separa sino que cose: a Al Andalus con Andalucía, al latín con el castellano, al folclore con el flamenco.

A finales del siglo XVIII un embajador del sultán de Marruecos quiso ir a Lebrija: allí –se decía– su población había seguido siendo mora. Cualquiera sabe si eso fue así y por qué razones se quedaron sin que les tocara la negra suerte de los moriscos aunque la Casa de Medina Sidonia tuvo fama de ocultar a cuantos pudo en las poblaciones que van desde las islas del Guadalquivir hasta el Andévalo. Villalón lo dejó consignado: Islas del Guadalquivir/ donde se fueron los moros/que no se quisieron ir.

El cliché que sustituyó al de los moros fue el de los gitanos. Gitanos que por aquí debían cantar y bailar en ventas como las que, con orígenes inciertos, marcaban hace menos de cincuenta años el final o el principio del pueblo; hasta nosotros ha llegado un pasquín de mediados del setecientos (seguramente el cartel más antiguo de una fiesta flamenca) que anunciaba un «bayle de gitanos» en una de ellas.

Pero si las ventas exóticas estaban en los extremos, el clasicismo lo sigue marcando la plaza que tal vez fuera un foro romano y, hasta donde alcanza la memoria, se mantuvo como el lugar de los encuentros. Aún era -hace no tanto- el lugar al que acudían muy de mañana todos los jornaleros a esperar que los escogieran –o no– para realizar labores agrícolas. Luego, por la tarde, reunía otra vez a un público abigarrado de mocitas casaderas que se dejaban ver y de mozos que iban a verlas.

Aquel mercado infame de fuerza laboral ya no existe pero el amor permanece en este espacio trapezoidal que presiden, a un lado, el Ayuntamiento y, al otro, la estatua decimonónica de Antonio de Lebrija, el hijo más afamado, sentado en un sillón académico ante la puerta de una capilla con el mismo nombre (Santa María de Jesús) que la antigua universidad sevillana de la Puerta de Jerez y el de la cantaora de sevillanas corraleras con la voz más aguda de la historia de todos los cantos.

En las corraleras lebrijanas –como en las coplas donde Demófilo creía ver la Historia del Pueblo– hay desde sucesos históricos (la visita de una reina de Rumanía, por ejemplo) hasta costumbres ancestrales como los funerales de niños que López Mezquita dejó también consignados en una de sus obras de la Hispanic Society. Hay algunas –sin música, sólo a compás– con señales claras de haberse adelantado cientos de años al rap, recitadas con glosolalias que el extraño es incapaz de entender y, sin embargo, versionadas a otros idiomas –el francés, por ejemplo– por raperos. Son, en definitiva, otro quiste histórico.

Elio Antonio de Nebrija es el nombre más famoso de un pueblo que los tiene a montones en el flamenco, lo mismo en el cante, el baile, en el toque y, sobre todo, en el campo de la creación artística y desde -que sepamos- desde hace más de un siglo. Una exposición de fotos en el Cicus nos los va a poner por delante dentro de unos días. Lebrija, junto con Utrera, es caso único en este campo. Pero Nebrija es Nebrija.

Por una cuesta que se deja vencer se va subiendo hacia la parroquia principal, la de Santa María de la Oliva con torre émula de la Giralda (no en vano se la llama la Giraldilla). La iglesia es también mitad mora, mitad cristiana porque si desde el presbiterio hasta la puerta lateral se arrebolan las volutas barrocas, de ahí a los pies sólo hay arcos de herradura de traza almohade que sustentan airosas cúpulas de delicadas lacerías.

Todos los tratados y manuales citan estas naves como de arquitectura alfonsí y dejan en el aire el mismo misterio que enunciaba el embajador porque si la Lebrija andalusí tuvo una mezquita, que la tendría, debió erigirse en este lugar y si estaba aquí ¿para qué tirarla y edificar unas naves muy parecidas a las anteriores?

En el exterior se abre una plaza moderna en el terreno que ocupó hasta hace 25 el Hospitalito, la institución que sirvió al mismo tiempo para curar enfermedades y como escuela dicen que de tiempos de Nebrija. Queda de él una casa con trazas mudéjares en un ángulo pero las proporciones del lugar son muy parecidas a las de madrazas marroquíes o tunecinas, la ancestral sabiduría de un pueblo. Y, tal vez, aquí esté la cuna de esa gramática castellana suya, que ponía una lengua popular -como la del flamenco- a la altura del latín -la lengua culta- y sin la cual Cervantes no hubiera escrito el Quijote en el lenguaje que abrió la veda para todos los demás hasta ayer –Villalón, por ejemplo– o hasta hoy, cuando las coplas flamencas que el cantaor saca de su garganta y modela con sus manos han sustituido aquí a los alfares. ~