Leyenda y realidad de lo español

España era más diversa de lo que pensaban las élites de unos partidos tan disociados de la realidad como los que rompieron el bipartidismo. España es tan complicada como los EEUU de Aaron Sorkin, el guionista de ‘El presidente y miss Wade’ y, tras haber recorrido tanto siglos de meandros, no retomará su camino si no es con un ingeniero que sepa encauzar su diversidad

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12 oct 2017 / 23:30 h - Actualizado: 12 oct 2017 / 21:45 h.
"Tribuna","12-O Fiesta Nacional"
  • Leyenda y realidad de lo español

Aunque las vicisitudes por las que el territorio hispano pasa en estos momentos parezcan apuntar a la inexistencia de su unidad, también es cierto que, desde antiguo, se habló de España de forma unívoca y que sólo modernamente surgió la cuestión de qué era y qué no era España.

Los nombres de Esperia (Espheria) e Hispania se pierden en la noche de los tiempos y designan desde entonces, un hecho geográfico, la península que aparece al Norte del continente africano cuando éste se desgaja de Eurasia por occidente, rodeada por el mar excepto por un itsmo en el que, a su vez, la separa del territorio continental una imponente cordillera: los Pirineos. Eso es incontrovertible.

Pero, además de la Geografía está la Historia y ésta unas veces se desarrolla en forma casi lineal y, otras, con muchos meandros y, en la de España, éstos son continuos, cerrados y profundos. Uno de éstos (por empezar por alguno) es el que realiza el concepto de nación desde la Edad Moderna a la Contemporánea. Allí –véase por ejemplo Cervantes y, mucho más cerca, el sobrenombre (antes que apellido) de los Japón, de Coria del Río– indica el lugar de nacimiento de colectividades foráneas. Ya en el siglo XIX, el término nación no gustaba nada a los absolutistas y, sobre todo, a los carlistas (con mucha fuerza en Cataluña y, curiosamente, en las mismas comarcas o vegades donde impera la CUP) que veían en su uso la posibilidad de que de él se partiera hacia el concepto de «soberanía nacional» y que derivara en reformas que comenzaran a delinear un Estado civil. La primera de éstas, combatida en pleno absolutismo con el grito «Muera la Policía, viva la Inquisición» fue la de la creación de la policía por el ilustrado ursonense José Manuel Arjona, entre otros.

La nación, tal como comenzaba a concebirse en el ochocientos, no existía en esta piel de toro porque aquí el único intento de rehacer España con los mismos mimbres de los países de su entorno había sido llevado a cabo por unos cientos de ciudadanos que, representando los territorios españoles e hispanoamericanos y reunidos en una bahía de Cádiz aislada del resto de la península por las tropas napoleónicas, redactaron y decretaron la soberanía popular en la Constitución de 1812. Fuera de ese territorio, sin embargo, se libraban dos guerras: una contra los franceses y otra contra las ideas que la Revolución Francesa había dado al mundo y que eran las que habían inspirado el texto constitucional promulgado en el oratorio gaditano de San Felipe Neri.

Cuando acabó la contienda, internacional y civil al mismo tiempo, tampoco existió ni una epopeya colectiva ni un cambio colectivo de mentalidad. No existía la noción de «patrimonio nacional» y la prueba está en que –en Sevilla sin ir más lejos– al ser acondicionado el antiguo convento de la Merced como almacén para guardar los cuadros y esculturas de otros monasterios desamortizados, éstos se daban, sin más, a las parroquias o iglesias que los pedían: no se los consideraba ni obras de arte ni que hubieran pasado a ser propiedad de todos porque no hubo ningún Dantón que llamara a tomar el Palacio del Louvre y, a continuación, pusiera en la calle los cuadros para ser admirados por todos.

Por eso tampoco se señaló después una jornada para celebrar el Día Nacional sino que siguió siendo el Día de Reyes el que simbolizaba la unidad del país. De eso quedan como quistes la Pascua Militar y, por paradójico que parezca, las celebraciones populares de Cuba y Puerto Rico.

En medio de la cuesta abajo de una decadencia que, en la Historia Moderna, sólo experimentó el Imperio turco, la España de los esperpentos de Valle Inclán se zambulló en la no menos esperpéntica empresa neocolonial en el Norte de África donde las dificultades frente a las primitivas kabilas rifeñas y la debilidad diplomática ante las potencias europeas se disfrazó de patrioterismo interior. Éste, a su vez, aparte de rellenar de una nueva liturgia ceremonias tan atávicas como la de la Toma de Granada, fue el caldo de cultivo para la promoción del militarismo promotor del golpe de estado de 1936.

La reacción explosiva ante las desigualdades seculares, la cerrazón de las clase altas a los cambios, el miedo de la Iglesia católica a perder sus prebendas y el aventurerismo del nacionalismo catalán fueron el caldo de cultivo de una reacción que volvió a poner España fuera del mapa. Con ella acabó de frustrarse de nuevo (la ocasión se había comenzado a desperdiciar en el 98) la posibilidad de acompasarse al resto de los países europeos. España, en vez de una nación moderna, terminó –otra vez– en el barro de la danza de una tribu aunque –eso sí– con aparato de agitación y propaganda y paga veraniega que convertía el día del «alzamiento» en el de una paga extraordinaria: la del 18 de julio.

Tal vez fuera esa paga –la que en Europa marcó el inicio de turismo de masas que ahora nos beneficia tanto– junto con el inicio de la gran diáspora que cambió la demografía de las regiones españolas la que consagró la idea de patria que tanto gusta al PP –la del Ejército interviniendo en asuntos que ni le van ni le vienen como los folclóricos– y la de que España era UNA en el más estricto sentido de la palabra.

Pero eso no era sino una ensoñación falangista. España era más diversa de lo que pensaban las élites de unos partidos tan disociados de la realidad como los que, hace unos años, rompieron el bipartidismo. España es tan complicada como los Estados Unidos de Aaron Sorkin, el guionista de El presidente y miss Wade y, tras haber recorrido tantos siglos de meandros, no retomará su camino si no es con un ingeniero que sepa encauzar su diversidad.

En los años de Felipe González se dio el único intento serio de erigir un concepto de patria moderno y un Día Nacional abierto al mundo. Por eso se eligió el 12 de octubre que conmemoraba la mayor gesta de España en su Historia. Pero ni eso acabó de cuajar.

Hace 25 años Suiza presentaba en la Expo de Sevilla su pabellón bajo un lema original: «Suiza no existe» aunque, viéndolo, resultase que allí se había forjado media Europa. Aquí, en cambio, es lo que intentan demostrar Bárcenas, el PP y no sé cuantos más de su cuerda mientras vuelven a salir a flote la España africanista de las afirmaciones patrioteras y la «tribu –o tribus– con pretensiones» de Ricardo Macías Picavea.